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El código Da Vinci - Colonial Tour and Travel

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<strong>Da</strong>n Brown <strong>El</strong> <strong>código</strong> <strong>Da</strong> <strong>Vinci</strong><br />

57<br />

Mont<strong>and</strong>o guardia en el puesto de control que habían instalado junto al<br />

Banco de Depósitos de Zúrich, el teniente Collet se preguntaba por qué<br />

Fache tardaba tanto en conseguir la orden de registro. Estaba claro que el<br />

personal de la entidad ocultaba algo. Aseguraban que Langdon y Neveu<br />

habían llegado hacía un rato y que no les habían dejado entrar porque no<br />

tenían la documentación que los identificaba como titulares de una cuenta.<br />

«Entonces, ¿por qué no nos dejan echar un vistazo?»<br />

Finalmente, el teléfono móvil de Collet sonó. Le llamaban del puesto de<br />

m<strong>and</strong>o instalado en el Louvre.<br />

—¿Ya tenemos la orden de registro? —preguntó Collet.<br />

—Olvídese del banco, teniente —le respondió el agente—. Acabamos de<br />

recibir un chivatazo. Sabemos dónde se esconden.<br />

Collet se apoyó en el capó del coche.<br />

—No puede ser.<br />

—Tengo una dirección en las afueras. Cerca de Versalles.<br />

—¿Lo sabe el capitán Fache?<br />

—Aún no. Está atendiendo otra llamada importante.<br />

—Salgo para allá. Dígale que me llame en cuanto pueda.<br />

Anotó la dirección y se montó en el coche. Mientras se alejaba del<br />

banco, cayó en la cuenta de que se le había olvidado preguntar quién les<br />

había dado el chivatazo. No es que importara. Collet tenía por fin otra<br />

ocasión de compensar su escepticismo y sus anteriores meteduras de pata.<br />

Estaba a punto de hacer la detención más importante de su carrera.<br />

Envió un mensaje por radio a los cinco coches patrulla que le<br />

acompañaban.<br />

—Nada de sirenas. Langdon no puede enterarse de que vamos a por él.<br />

A cuarenta kilómetros de allí, un Audi negro dejó una carretera rural y se<br />

detuvo en la penumbra, al borde de un campo. Silas se bajó y miró a través<br />

de los barrotes de la verja que rodeaba el gran terreno que se extendía ante<br />

él. Encajada en la ladera bañada por la luna, adivinó la silueta del castillo.<br />

Las luces de la planta baja estaban encendidas.<br />

«Qué raro, a estas horas —pensó Silas sonriendo. La información que le<br />

había pasado <strong>El</strong> Maestro era correcta, seguro—. No pienso salir de aquí sin<br />

la clave —se juró a sí mismo—. No pienso fallarle al obispo ni a <strong>El</strong> Maestro.»<br />

Verificó el cargador de su pistola, la metió entre los barrotes y la dejó<br />

caer del otro lado, sobre la hierba mullida de la finca. Luego, escaló la verja,<br />

y pasó al otro lado, dejándose caer. Ignor<strong>and</strong>o el latigazo de dolor del cilicio,<br />

recogió el arma e inició la larga ascensión colina arriba.<br />

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