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El código Da Vinci - Colonial Tour and Travel

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<strong>Da</strong>n Brown <strong>El</strong> <strong>código</strong> <strong>Da</strong> <strong>Vinci</strong><br />

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Silas iba al volante del Audi negro que <strong>El</strong> Maestro había puesto a su<br />

disposición y contemplaba la gran iglesia de Saint-Sulpice. Iluminada con<br />

focos desde abajo, sus dos campanarios se elevaban como fornidos<br />

centinelas sobre el cuerpo alargado del edificio. En ambos flancos sobresalía<br />

una hilera de contrafuertes, que parecían los costillares de un hermoso<br />

animal.<br />

«Así que los paganos usaban la casa de Dios para ocultar la clave.» Una<br />

vez más, la herm<strong>and</strong>ad había confirmado su legendaria habilidad para el<br />

engaño y la ocultación. Silas estaba impaciente por encontrarla y<br />

entregársela a <strong>El</strong> Maestro, por recuperar así lo. que tanto tiempo atrás la<br />

herm<strong>and</strong>ad había arrebatado a los creyentes.<br />

«Cuánto poder obtendrá el Opus Dei.»<br />

Aparcó el coche en la desierta Place Saint-Sulpice y aspiró hondo,<br />

intent<strong>and</strong>o mantener la cabeza clara para acometer con éxito la tarea que le<br />

habían encomendado. Su ancha espalda aún se resentía del castigo corporal<br />

al que se había sometido aquel mismo día, pero aquel dolor no era nada<br />

comparado con la angustia de su vida anterior. <strong>El</strong> Opus Dei había sido su<br />

salvación.<br />

Sin embargo, los recuerdos atenazaban su alma.<br />

«Líbrate del odio —se exigía a sí mismo—. Perdona a los que te han<br />

ofendido.» Al mirar las torres de piedra de Saint-Sulpice, Silas luchó contra<br />

una fuerza que conocía muy bien y que a menudo arrastraba su mente<br />

hasta el pasado y lo encerraba de nuevo en la cárcel que había sido su<br />

mundo durante su juventud. Los recuerdos de aquel purgatorio le asaltaban<br />

siempre del mismo modo, como tempestades que invadían sus sentidos... el<br />

hedor a col podrida y a muerte, a orina y a heces. Los gritos de<br />

desesperación que se fundían con el viento que bajaba ulul<strong>and</strong>o de los<br />

Pirineos, el llanto silencioso de aquellos hombres olvidados.<br />

«Andorra», pensó, y notó que los músculos se le agarrotaban.<br />

Por increíble que pareciera, había sido en aquel escarpado y remoto<br />

estado soberano a caballo entre Francia y España, en la época en que<br />

temblaba en su celda de piedra y sólo esperaba la muerte, cu<strong>and</strong>o Silas<br />

había hallado la salvación.<br />

Aunque en aquel momento no se diera cuenta.<br />

«<strong>El</strong> rayo llegó mucho después que el trueno.»<br />

En aquel entonces no se llamaba Silas, aunque no se acordaba ya de<br />

qué nombre le habían puesto sus padres. Se había ido de casa a los siete<br />

años. Su padre, borracho, era un fornido estibador que lo había detestado<br />

desde su nacimiento por ser albino y que siempre pegaba a su madre, a la<br />

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