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El código Da Vinci - Colonial Tour and Travel

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<strong>Da</strong>n Brown <strong>El</strong> <strong>código</strong> <strong>Da</strong> <strong>Vinci</strong><br />

desconocidos que se movían y entonaban cánticos a la luz parpadeante de<br />

unas velas naranjas.<br />

«Estoy soñ<strong>and</strong>o —se dijo Sophie—. Esto es un sueño. ¿Qué otra cosa<br />

puede ser?»<br />

Las mujeres y los hombres se disponían alternados, blanco, negro,<br />

blanco, negro. Los hermosos vestidos de gasa de ellas se mecían cu<strong>and</strong>o<br />

levantaban las esferas doradas con la mano derecha y entonaban al unísono:<br />

«Yo estaba contigo en el principio, en el alba de todo lo sagrado, te llevaba en<br />

el vientre antes de que empezara el día.»<br />

Las mujeres bajaban las esferas y todos se echaban hacia delante y<br />

hacia atrás como en trance. Le hacían reverencias a algo que había en el<br />

centro del círculo.<br />

«¿Qué estarán mir<strong>and</strong>o?»<br />

Ahora las voces recitaban más alto y más deprisa.<br />

—¡La mujer que contemplas es el amor! —entonaban, volviendo a<br />

levantar las esferas.<br />

—¡Y tiene su morada en la eternidad! —respondían los hombres.<br />

Los cánticos volvían a coger velocidad. Aceleraban. Se volvían<br />

frenéticos, cada vez más rápidos. Los participantes se unían en el centro y se<br />

arrodillaban.<br />

Al fin, en ese instante, Sophie vio lo que estaban contempl<strong>and</strong>o.<br />

Sobre un altar bajo y labrado, en el centro de un círculo había un<br />

hombre tendido. Estaba desnudo, boca arriba, y llevaba puesta la máscara<br />

negra. Reconoció al momento aquel cuerpo y la marca de nacimiento que<br />

tenía en el hombro. Estuvo a punto de gritar: «¡abuelo!» Aquella imagen, por<br />

sí misma, habría bastado para alterar profundamente a Sophie, pero aún<br />

había más.<br />

Montada sobre él había una mujer con una máscara blanca y el pelo<br />

abundante y gris que se le derramaba por la espalda. Era bastante<br />

corpulenta, ni mucho menos perfecta, y se movía al ritmo de los cánticos,<br />

haciéndole el amor a su abuelo.<br />

Sophie hubiera querido salir corriendo de allí, pero no podía.<br />

Los muros de aquella cueva la aprisionaban y la salmodia, más<br />

parecida ahora a una canción, alcanzaba su tono más agudo y febril en un<br />

enloquecido crescendo. Con un rugido repentino, aquella estancia pareció<br />

entrar en la erupción de un climax. Sophie no podía respirar.<br />

Entonces se dio cuenta de que estaba llor<strong>and</strong>o en silencio. Se dio la<br />

vuelta y, a trompicones, subió la escalera, salió de la casa y volvió a París<br />

tembl<strong>and</strong>o.<br />

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