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El código Da Vinci - Colonial Tour and Travel

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<strong>Da</strong>n Brown <strong>El</strong> <strong>código</strong> <strong>Da</strong> <strong>Vinci</strong><br />

añadió mir<strong>and</strong>o con la frente arrugada la chaqueta que Langdon llevaba<br />

hecha un ovillo entre sus brazos.<br />

—No gracias, estoy bien.<br />

—Claro que está bien. Síganme, por favor.<br />

<strong>El</strong> mayordomo les guió por un lujoso vestíbulo de mármol hasta una<br />

sala decorada con un gusto exquisito y tenuemente iluminada con lámparas<br />

victorianas de pantallas rematadas en borlas. <strong>El</strong> aire olía a antiguo, a<br />

aristocrático, a tabaco de pipa, a hojas de té, a jerez mezclado con el aroma<br />

húmedo de la piedra. En la pared del fondo, entre dos relucientes armaduras<br />

de cota de malla, había una tosca chimenea, lo bastante gr<strong>and</strong>e como para<br />

asar un buey entero. <strong>El</strong> mayordomo se acercó a ella, encendió una cerilla y<br />

la acercó a unos troncos dispuestos sobre leña menuda. <strong>El</strong> fuego no tardó en<br />

arder.<br />

Se incorporó y se alisó la chaqueta.<br />

—<strong>El</strong> señor desea que se sientan como en casa —dijo, antes de<br />

desaparecer.<br />

Sophie no sabía en cuál de aquellas antigüedades sentarse. ¿En el<br />

diván renacentista de terciopelo? ¿En el balancín con patas de águila? ¿En<br />

uno de los dos bancos de piedra que parecían sacados de algún templo<br />

bizantino?<br />

Langdon sacó el criptex de la chaqueta, se fue hasta el diván y deslizó la<br />

caja de palis<strong>and</strong>ro por debajo, metiéndola bien para que no se viera. Acto<br />

seguido sacudió la chaqueta y se la puso, pasándose las manos por las<br />

solapas. Se sentó en aquella pieza de museo y sonrió a Sophie.<br />

«Bueno, pues en el diván entonces», pensó, sentándose a su lado.<br />

Al contemplar el fuego que ardía en la chimenea y sentir el agradable<br />

calor que desprendía, tuvo la sensación de que a su abuelo le habría<br />

encantado aquella estancia. De las paredes, forradas de madera, colgaban<br />

pinturas de los viejos maestros franceses, y entre ellas reconoció una de<br />

Poussin, uno de sus pintores favoritos. Desde la repisa de la chimenea, un<br />

busto de Isis tallado en mármol observaba la sala.<br />

Debajo de la diosa egipcia, y dentro del hueco del hogar, dos gárgolas de<br />

piedra hacían las veces de morillos y abrían mucho las bocas revel<strong>and</strong>o unas<br />

gargantas huecas, amenazadoras. Las gárgolas siempre habían aterrorizado<br />

a Sophie cu<strong>and</strong>o era niña. Hasta que su abuelo la había curado de aquel<br />

temor llevándola a los tejados de la catedral de Notre <strong>Da</strong>me un día de<br />

tormenta.<br />

—Princesa, mira estas tontas criaturas —le había dicho, señalándole<br />

aquellas bocas que chorreaban agua—. ¿Oyes el ruido extraño que sale de<br />

sus gargantas?<br />

Sophie asintió, sin más remedio que esbozar una sonrisa ante aquel<br />

sonido burbujeante.<br />

—Están «gargole<strong>and</strong>o» —continuó su abuelo—. ¡Haciendo gárgaras! De<br />

ahí es donde les viene su ridículo nombre.<br />

Y Sophie ya no había vuelto a tenerles miedo nunca más.<br />

Aquel recuerdo le clavó el aguijón de la tristeza al enfrentarla a la cruda<br />

realidad de su asesinato. «<strong>El</strong> abuelo ya no está.» Visualizó el criptex bajo el<br />

diván y se preguntó si Leigh Teabing sabría abrirlo. «O si deberíamos<br />

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