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El código Da Vinci - Colonial Tour and Travel

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<strong>Da</strong>n Brown <strong>El</strong> <strong>código</strong> <strong>Da</strong> <strong>Vinci</strong><br />

84<br />

En un callejón lleno de basura cercano a la iglesia del Temple, Rémy<br />

Legaludec detuvo la limusina, justo detrás de unos contenedores de residuos<br />

industriales. Paró el motor e inspeccionó la zona. No había ni un alma. Bajó<br />

del coche, se dirigió a la parte trasera, donde seguía su rehén, y subió de<br />

nuevo al vehículo.<br />

Al intuir la presencia del mayordomo, el monje salió de una especie de<br />

trance de oraciones y le miró con sus ojos rojos con más sorpresa que temor.<br />

Durante toda la noche, a Rémy no había dejado de impresionarle la<br />

capacidad de aquel hombre para mantener la calma. Tras un forcejeo inicial<br />

en el Range Rover, el monje parecía haber aceptado la situación y haber<br />

entregado su destino a un poder superior.<br />

Se aflojó la pajarita, se desabrochó el cuello almidonado y le pareció que<br />

era la primera vez en muchos años que podía respirar. Abrió el mueblebar y<br />

se sirvió un vodka Smirnoff. Se lo bebió de un trago y sin pausa se sirvió<br />

otro.<br />

«Pronto seré un hombre ocioso.»<br />

Rebuscó en el mueble y encontró un sacacorchos clásico y levantó la<br />

cuchilla que servía para cortar los precintos. En ese caso, sin embargo,<br />

había de servirle para un objetivo mucho más sorprendente. Se volvió para<br />

mirar a Silas, con la navaja en la mano.<br />

Aquellos ojos rojos brillaron de temor.<br />

Rémy sonrió y se echó hacia atrás. <strong>El</strong> monje se retorció e intentó<br />

soltarse las cuerdas.<br />

—Quieto —le susurró Rémy alz<strong>and</strong>o la cuchilla.<br />

Silas no podía creer que Dios lo hubiera ab<strong>and</strong>onado. Incluso el dolor<br />

que le provocaban las ataduras, Silas lo había transformado en un ejercicio<br />

espiritual, y le pedía a sus músculos sedientos de sangre que le recordaran<br />

el dolor que Cristo había soportado. «He rezado toda la noche por mi<br />

liberación.» Ahora, mientras la cuchilla descendía, cerró los ojos.<br />

Sintió una punzada de dolor en las clavículas. Gritó, incapaz de creer<br />

que estaba a punto de morir ahí mismo, en aquella limusina, sin poder<br />

defenderse. «Me he limitado a hacer la obra de Dios. <strong>El</strong> Maestro me dijo que<br />

me protegería.»<br />

Silas notó que el calor se le extendía por la espalda y los hombros, y<br />

empezó a imaginarse su propia sangre que le manchaba la piel. Entonces el<br />

lacerante dolor le invadió los muslos, y notó que en ellos se instalaba ese<br />

estado de desorientación que el cuerpo utiliza como mecanismo de defensa<br />

contra el malestar físico.<br />

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