Futbolistas de izquierdas - Quique Peinado
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La maldición de la camiseta
Es mientras juega en la Cuoiopelli cuando se cruza con Cristiano Lucarelli un
hombre decisivo en su vida deportiva: Carlo Pallavicino, que será su agente. «Lo
primero que me dijo fue “llévame al Livorno, llévame al Livorno, llévame al
Livorno, es mi sueño desde niño”», recuerda el representante, que le respondió: «Yo
no estoy aquí para cumplir sueños. Estoy para que cuando tengas 35 años hayas
ganado todo el dinero que merecías».
Pallavicino conseguirá hacer su trabajo sin interferencias onírico-livornesas
durante unos años: ficha por el Perugia (la Cuoiopelli lo traspasa por 10 veces lo que
le costó), donde en dos temporadas juega siete partidos. Tiene 20 años y parece
perdido, pero en la 1995-96 firma por el Cosenza, mete quince goles en la Serie B y
va a los Juegos Olímpicos de Atlanta 1996, donde los transalpinos dirigidos por
Cesare Maldini caen en primera ronda. De la ciudad norteamericana aterreizaría
directamente en el Padova recién descendido a la Serie B y dirigido por Giusseppe
Materazzi (padre del defensa que provocó la expulsión de Zinedine Zidane en la final
del Mundial de Alemania en 2006).
En esos momentos es uno de los veinteañeros más importantes del fútbol italiano.
Al menos, lo será hasta el 27 de marzo de 1997, cuando un gesto valdrá más que una
ristra inacabable de goles.
Era el noveno partido de Lucarelli con la nazionale sub 21. Tras los Juegos, había
metido ocho goles en sus tres primeros partidos, y los italianos se enfrentaban a
Moldavia en el Armando Picchi. Jugaba en su casa, esa que llevaba el corazón pero
en la que nunca había podido jugar como local, el escenario de sus sueños infantiles y
sus desvelos de tifosso amaranto. En la curva [fondo] norte, los ultras livorneses, los
más radicalmente ultraizquierdistas de Italia. Entre ellos, muchos amigos de Cristiano
Lucarelli, plenamente identificado con su ideario, por radical que este sea. «Mi sueño
desde siempre era poder dedicarle un gol a la curva», dice el delantero.
Un partido de la selección italiana en Livorno no es precisamente una fiesta. Años
después, en 2007, cuando la selección visitó la ciudad de la mano de su exentrenador
Roberto Donadoni (otro de los mitos en el altar livornés) para estrenar su condición
de campeona del Mundo contra Croacia, los ultras amaranti arrancaron las banderas
tricolores de las manos de algunos aficionados y las rompieron. Pero el día que
Lucarelli visitaba el Armando Picchi vestido de azzurro [azul] la política quedó a un
lado. El hijo de la ciudad, aunque jugara en el Padova, debía sentirse en casa. «Cada
vez que agarraba el balón había un murmullo de expectación. Todo el estadio estaba
esperando que marcase», dice el padre, Maurizio.
Entonces llegó el gran momento de Lucarelli. Tras un excelente pase de
Francesco Totti que caza al vuelo con la derecha, fusila al portero y marca.
Emocionado, se fue a la curva norte, se subió a una publicidad y se levantó la
camiseta azzurra. Debajo de ella, otra zamarra: blanca con letras burdeos, con la
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