Futbolistas de izquierdas - Quique Peinado
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sido pagada para inventarse la historia. Tres señoras, en el salón de una casa, hablan
con rabia no contenida. «Me gustaría que viniera aquí y nos dijera a la cara cuáles son
esas supuestas torturas que dice que ha sufrido», ladra una de ellas. Al tiempo que el
régimen pinochetista abría el puño para montar el referéndum sobre su propio fin
(aunque el general, ahora de traje, trataba de pasar por viejo demócrata para
perpetuarse ante una sociedad que, aunque dividida, quería pasar página), utilizaba
las tretas más mafiosas para tratar de destruir al enemigo.
Caszely pasó meses con el teléfono intervenido, cambiando de número con
frecuencia. Pero el dolor era mayor y más trascendente que la persecución. «Mi
mamá se fue a la tumba con esa herida abierta», reconoce el exjugador en
conversación con el autor de este libro. Eso sí: en el plebiscito del 5 de octubre de
1988 ganó el no, con el 56% de los apoyos. Quién sabe cuántos votos arrastró el
testimonio de la señora Olga Garrido.
Caszely estudió Periodismo cuando se retiró y logró trabajar en la televisión.
Además, montó una escuela. Sin embargo, como reconoce, lo más grande que le ha
ocurrido nunca no tiene nada que ver con los focos y las luces. «Un día se me acercó
un minero de una región del sur de mi país y me dijo: “Carlitos, tú eres nuestra voz”.
No sé cómo pude reprimir las lágrimas», rememora.
Sin embargo, quizá la historia de Caszely con Pinochet se resume en una
anécdota ocurrida antes de que el mundo conociera el drama de su madre, aunque él,
como durante toda su vida, lo llevara clavado en el pecho. Fue otro encuentro helador
con el tirano, como todos. A punto de retirarse el futbolista, ambos mantienen una
conversación en la que el general le hace una broma que, viniendo de quien venía,
atormenta por macabra. «Usted, siempre con su corbata roja. No se separa nunca de
ella», le dice Pinochet. «Así es, Presidente. La llevo al lado del corazón», le responde
el todavía futbolista en activo. «Aquí le cortaría yo esa corbata», sonríe
macabramente el dictador mientras hace el gesto de unas tijeras. No pudo cortarle
nada. Ni la corbata ni las alas rojas.
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