Futbolistas de izquierdas - Quique Peinado
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portero Marco Amelia contra el Partizan de Belgrado para pasar a los dieciseisavos
donde caería con el Espanyol de Valverde, que a la postre sería subcampeón de la
competición) y, sobre todo, la inyección de orgullo más grande que nunca recibió la
ciudad de Livorno. En la curva, una pancarta: «Podéis quitárnoslo todo, menos a
Lucarelli». Por fin la afición podía contar con algo que todos querían y que se
mantenía de amaranto por pura lealtad de clase.
¿Por qué se acabó, entonces? Porque tanta pasión acaba explotando. Lucarelli se
vio devorado por Livorno y los livorneses, se convirtió en un símbolo que no pudo
sostener. Nadie podría. Cuentan en su entorno cómo cada mañana se encontraba a la
puerta de su casa un puñado de personas, trabajadores como él, que le pedían dinero.
«Para pagar el gas», «para comprar ropa a los niños». Cristiano, conciencia de clase o
conciencia a secas, abría la cartera y les daba 50, 100 euros, lo que tuviera. «¿Qué es
para ti ese dinero?», le decían, y el 99, casi sintiéndose culpable, aflojaba la pasta. Y
así un día y otro. Y la voz de que había un Robin Hood que remataba el balón en la
ciudad se corría. Y Cristiano cada vez estaba más triste y más agobiado.
Le aconsejaron que dejara de hacerlo. Que no podía ser. Se lo decía su secretaria,
ejerciendo de medio amiga y medio madre. Cuando dijo no, el ídolo cayó. Empezó a
decir no a algunas cosas por las que ningún otro futbolista de la plantilla diría que sí.
Pero era Cristiano. Y no era sólo un futbolista. Y la gente, como en toda ciudad
pequeña, largaba, y sus críticas afectaban al jugador y a la familia. «Qué se habrá
creído», «ha cambiado». Tal llegó a ser la situación, que el propio Lucarelli reconoce
que cuando acababa de entrenar se iba a la oficina de la Unicoop a hacer trabajo de
secretario para no estar en casa y no tener que rechazar ayudar a sus vecinos.
Con una situación virtualmente insoportable, llegó el 15 de abril de 2007. Partido
contra la Reggina, en la que forma su hermano Alessandro. A los dos equipos les vale
el empate y se nota en la cancha. A los ultras del Livorno les parece algo inaceptable.
Turbias andaban las relaciones con Lucarelli y deciden hacérselo pagar. Le pitan
como si de un fascista de Milán se tratara y del fondo sale el peor insulto que se le
puede hacer a un italiano: «Mafioso». Los hinchas abandonan la grada durante el
encuentro y le esperan a la salida. Lo insultan a él, a su hermano, a su familia. Y
Cristiano explota. «Esta bronca rompe el cordón umbilical que me une a Livorno.
Voy a defender esta camiseta y a mis amigos hasta el final de esta temporada, pero
después me voy». Si decir no a algunas cosas lo estaba condenando, ahora iba a decir
sí a lo que tantas veces había rechazado: el dinero. El Shakhtar Donetsk paga nueve
millones de euros al Livorno y le hace un contrato por tres temporadas a razón de tres
millones cada una, además de ofrecerle la posibilidad de jugar la Champions League,
un sueño para cualquier futbolista. Aquella bronca a los Lucarelli provoca que
Maurizio, el padre, deje de ir al estadio Armando Picchi tras más de 50 años de
ininterrumpida fidelidad. El Livorno, el equipo cuyo campo lleva el nombre de un
tipo que jugó en el equipo sólo hasta los 24 años y que es una leyenda en el Inter,
porque así de pocos emblemas tiene, traspasaba al hombre que más gloriosamente
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