Futbolistas de izquierdas - Quique Peinado
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de todos los tiempos, del matrimonio entre el fútbol y la izquierda. Pero por encima
de todo eso es hincha del Livorno y livornés. Un espécimen de ciudadano que nunca
es feliz si no vive en su casa. Y una raza de futbolista que sólo se siente
completamente realizado si viste la camiseta que aprendió a amar desde niño contra
viento y marea.
Así que Cristiano regresa al Livorno y recibe la indiferencia del fondo. Cuando la
megafonía del Armando Picchi escupe los nombres de la alineación todos son
coreados menos el suyo, para el que sólo se oyen aplausos de una grada lateral, la que
está ocupada por el Club Luca Rondina. Los irreductibles cristianistas. Los que
fueron a Milán cuando jugaba el Shakhtar. Los que, ellos sí, siguen adorando a
Lucarelli.
A la sede de ese Club me lleva Roberto Filippi. Quiere que hable con Massimo
Domenici, su presidente. Luca Rondina fue un adolescente, hincha furibundo del
Livorno, que falleció cuando despedía a una expedición de aficionados que iba a ver
al equipo a otra ciudad. Fue una tragedia horrorosa: uno de los autobuses atropelló
marcha atrás al chico y lo mató. Massimo es su tío, un hombre de unos 50 años con
pinta de personaje de película de Fellini al que la bondad se le sale por los ojos. Él
vive por y para el club. Su cuartel central, un pequeño cuarto en una calle apartada de
la ciudad, es un santuario amaranto donde Lucarelli corona el altar mayor, con Igor
Protti, otro de los ilustres livorneses y estrella en los años 80, a su lado. Massimo
representa la cabeza de los resistentes, aquellos que no han cedido en el amor a
Cristiano. «Los de la curva eran sus pseudoamigos. Quizá en aquel partido de Milán
él acabó dándose cuenta de quiénes son sus verdaderos amigos. Y él sabe, como lo
sabemos todos, que cuando empiece a marcar goles el resto del campo volverá a
aplaudirle. Pero sólo unos pocos le vamos a querer siempre. Ahora mismo él ama a
Livorno mucho más de lo que Livorno lo ama a él. Pero eso va a cambiar», cuenta.
Un jugador tan cargado de simbolismo en todo lo que hace como Cristiano
Lucarelli me tenía que regalar una historia que contar. Y vaya si lo hizo. El Armando
Picchi, un estadio con la misma sensación de abandono que uno siente en Italia
muchas veces, recibe al Genoa el 22 de noviembre de 2009. Es la decimotercera
jornada, y en las doce anteriores Lucarelli únicamente ha metido un gol (en una
derrota por 3-1 en Nápoles). El equipo está decimoctavo, en puestos de descenso, con
sólo nueve puntos y cuatro goles marcados. Un auténtico desastre. El Genoa llega en
un gran momento: sexto clasificado, con el español Alberto Zapater liderando el
medio campo.
Sentado en la tribuna de prensa con Roberto Filippi escucho la indiferencia brutal
de la grada hacia Lucarelli. Es hiriente. Los ultras gritan a Antonio Candreva, el chico
maravilla al que el seleccionador Marcello Lippi ha venido a ver en directo, y
aplauden a rabiar al portero del Genoa, Marco Amelia, que jugó en el Livorno en su
temporada en la Copa de la UEFA y marcó el famoso gol en el descuento al Partizan.
Cuando el locutor del estadio nombra al 99, silencio en la curva y aplausos tímidos en
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