Futbolistas de izquierdas - Quique Peinado
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Riccardo Zampagna: Il Che
Rara es la ocasión en la que un jugador se dirige a la hinchada contraria en un
gesto que no sea de provocación o reproche. En el césped, la camiseta es una
bandera, y en la guerra, los soldados no confraternizan con el enemigo. Pero Riccardo
Zampagna nunca sintió como propio el belicismo del fútbol profesional, porque no lo
entendía y no le gustaba, y un día, con un gesto, mostró que su credo político estaba
muy por encima de la bajeza de la batalla futbolera.
Era enero de 2005, e Italia andaba convulsionada porque Paolo Di Canio, el
máximo exponente de jugador fascista, había agasajado a los ultras de su equipo del
alma, la Lazio, con el saludo romano tras ganar el derbi a la Roma por 3 a 1. No sería
la última vez que hiciera gestos parecidos, pero aquel día, quizá por la trascendencia
del momento, la imagen de Di Canio dio la vuelta al mundo. A la semana siguiente, el
modesto Messina recibía al Livorno, por entonces en plena efervescencia de éxito
futbolístico e identificación política de la mano de Cristiano Lucarelli. Zampagna, el
hijo de un trabajador siderúrgico de la ciudad de Terni, hincha de la Ternana (el
equipo con una de las aficiones más ultraizquierdistas del país) y que con 22 años
jugaba como aficionado mientras trabajaba montando tiendas de campaña (empleo al
que llegó tras ser tapicero, fontanero o mecánico), quiso reivindicar entonces que el
fútbol no era todo Di Canio y el ejército fascista que lo aplaudía: miró al lugar donde
se ubicaba la hinchada visitante y alzó el puño cerrado. El asunto no tuvo la
repercusión mundial de lo del jugador de la Lazio, pero la sanción fue la misma para
ambos: 10.000 euros de multa por realizar gestos de contenido político que pudieran
incitar a la violencia.
Un año antes, Zampagna había hecho una declaración impropia de un jugador de
la Serie A: «No me siento jugador de fútbol». Realmente, este delantero talentoso y
apático, podía afirmar aquello con bastante coherencia porque había llegado al
máximo nivel por el camino difícil, el que transitan los obreros del balompié. Con 25
años todavía jugaba en la Triestina de la C2, el equivalente a la Tercera División
española, llegó a la Serie B al año siguiente (Cosenza) y con 30 años consiguió
debutar en la Serie A, de la mano del Messina. Jugaría en esa división tres
temporadas y media entre este equipo (dos años) y el Atalanta (uno y medio). Allí, el
entrenador Gigi Del Neri lo despidió del equipo por su mala actitud y tras una dura
discusión en pleno vestuario. «Quizá hoy seguiría en la Serie A si Del Neri no me
hubiera echado», reflexionaba, ya retirado, en el Corriere della Sera, «pero me lo
merecía. Le hablé muy mal. Estaba pasando por un mal momento y me excedí». Su
heterodoxia y su aversión a la disciplina provienen, quizá, de su extraña carrera. Al
no ser profesional hasta los 23, nunca vivió realmente bajo la disciplina del fútbol
serio hasta entonces. «Yo vengo de la nada. Los otros jugadores han jugado en
canteras donde desde jóvenes ha habido gente que les decía qué tenían que hacer. No
es mi caso. A mí me gusta entrenarme a mi manera», declaró en una entrevista
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