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Futbolistas de izquierdas - Quique Peinado

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el resto de la grada. A mi lado, Filippi se pone blanco.

En el minuto 21, Candreva se va de su par por la derecha y centra al primer palo.

Como una centella, Lucarelli se adelanta a un par de defensas, fusila a Amelia y

marca. El amigo Filippi enloquece. El estadio también. Cristiano, fuera de sí,

absolutamente enajenado, no sigue el camino habitual: levanta el puño, sí, y deja de

lado a sus compañeros para correr hacia la grada. Pero no lo hace hacia el fondo. Se

encamina a la tribuna y saluda a la pancarta de la Luca Rondina. El gesto es claro:

quiere que quede claro quiénes son sus amigos. Cualquier jugador en su situación

(cuestionado y, por fin, rompiendo su sequía goleadora en casa) se hubiera abrazado a

sus compañeros y hubiese celebrado con ellos un gol vital para las aspiraciones de

salvación del equipo. Sin meterse en líos. Pero esa actitud no va con él. Una vez más,

Lucarelli demuestra al mundo que en Livorno juega para la afición. Para sus amigos.

Para sus afectos. Para la ciudad. Y estos están por encima de sus compañeros de

equipo. Tras celebrarlo con la tribuna, saluda, de lejos, a la curva. Y como en Livorno

las celebraciones de Lucarelli son tan importantes como sus goles, a nadie se le

escapa el detalle: ha mostrado su afecto a las Brigate Autonome Livornesi. El fondo le

devuelve la cortesía cantando «Bella Ciao». Comienza la reconciliación ante mis

ojos, pero entonces miro a la derecha. Roberto Filippi, el amigo fiel, mira con desdén

a la curva: «Ahora sí, ¿eh? ¡Ahora sí!», dice, entre emocionado por el gol y rabioso

por la afrenta. Es extraño ver que todo esto se esté desarrollando en un estadio de

fútbol profesional, que a estas alturas del siglo XXI son (y más para un descreído

nihilista como yo) santuarios empresariales sin hueco para emociones tan puras. Pero

se siente, se palpa. Es un culebrón de amor entre un futbolista y una ciudad. Es una

historia emocional sin matices. Tiene fútbol, política y sobre todo pasión. Pasión a la

italiana.

El Genoa empatará con un buen gol de Domenico Criscito. A Lucarelli, que se

hincha a bajar pelotazos para hacerlos jugables, no le pitan un penalti y le señalan un

fuera de juego que no existe en una acción que acaba en gol. La tensión es

desquiciante. Pero para cerrar un partidazo y, de paso, darme material para escribir

una novela si quisiera, en el minuto 92 Lucarelli no llega a rematar un centro de

Davide Moro, pero Nico Pulzetti la empuja de cabeza en el segundo palo. Las escasas

3.000 personas que sufren en la grada del Armando Picchi explotan. Se acaba el

partido. Todos saludan al fondo. Un crío salta al campo. Le pide la camiseta a todos

los jugadores del Livorno que se cruzan con él, pero sólo uno le hace caso: Cristiano

Lucarelli le da sus pantalones. Quizá ese chaval sea de esos de los que los otros

chicos se ríen por no ser del Milan o la Juve.

El resto de la temporada es un vaivén dramático, apasionado, tan italiano…

Lucarelli y el Livorno mantienen una relación que a veces deja de ser romántica y

pasa a ser un folletín. Parece que Cristiano se niega a meter un gol que no lleve una

historia detrás. Como si un guionista le manejara las piernas.

Dos partidos después de bajar el telón del Genoa, el Livorno juega contra el

www.lectulandia.com - Página 144

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