Futbolistas de izquierdas - Quique Peinado
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Sócrates, que en ese Mundial, cuando ya tenía asumido que le quedaba poquito
fútbol, salía al campo con cintas en la cabeza en las que se leían mensajes políticos
invocando a la paz o, sin tanta sutileza y poniéndose a tiro de los fusiles mediáticos y
políticos, exhibiendo orgullosos lemas contra el Apartheid o pidiendo ayuda para
Etiopía. Era un artista, un activista político y, por accidente genético, un futbolista.
Antes que el balón estaba una búsqueda fanática de unos ideales puros e
innegociables. Posicionándose del lado de España desafiaba los intereses comerciales
de la FIFA, denunciaba la corrupción del fútbol, tendía la mano al igualitarismo que
siempre defendió y daba su ayuda al más débil, que en este sainete era la pobre
selección española. En la vida de Sócrates, la justicia, la libertad y el arte estaban por
encima de sus intereses, los de su país y los del negocio. Se sirvió de su prodigioso
don para jugar al fútbol, que le convertía en un ángel desgarbado e imperial que
convencía al balón para ir siempre donde mejor le venía, para hacer política, sin
medias tintas, en un tiempo en el que Brasil necesitaba todos los empujones que se le
pudieran dar para conquistar una verdadera democracia. El fútbol le recuerda por ser
uno de los mejores jugadores de todos los tiempos. Lo fue. Pero eso, el sueño de
cualquier futbolista, lo que consiguen unas decenas entre cientos de millones, sólo
fue un detalle en su biografía.
Al niño Sócrates, su padre, al contrario que los demás, no le dejaba jugar al
fútbol. Estudioso de la Grecia clásica, de ahí el nombre del chiquillo, y cabeza de una
familia de cristianos maronitas que salió de lo que hoy es Israel en 1948, cuando se
estableció el Estado hebreo. Cuentan que se enteró de que el chaval le desobedecía
cuando fue a ver un partido y se lo encontró vestido de corto. Cuesta creer que sea
verdad. Lo que sí es cierto es que para el desgarbado chaval esa prohibición paterna
ya emparentó al fútbol con la rebeldía, lo que le dio el atractivo que completaba su
pasión por la pelota. De adulto llegó hasta los 1,91 metros, pero con el 37 de pie.
Nunca pareció un futbolista. Entre otras cosas, porque era mucho más: se licenció en
Medicina y estudió Filosofía, de ahí que le apodaran El Doctor y pensara mucho.
Demasiado para el fútbol y el Brasil de entonces, a comienzos de los 80, un momento
y un lugar que facilitaron la confluencia de todo lo necesario para que se gestase el
equipo que mejor combinó utopía y éxito. Pero para explicarlo, conviene saber qué
era ese Brasil de hace 20 años.
João Goulart, del Partido Trabalhista Brasileiro [Partido de los Trabajadores de
Brasil], había llegado a la presidencia del país en 1961. Promovió un acercamiento a
la Unión Soviética y una mayor participación del estado en la economía para llevar a
cabo reformas agrarias y educativas, lo que le valió la etiqueta que significaba exilio
y muerte en la América de los militares: revolucionario. El 2 de abril de 1964 era
depuesto por un golpe de Estado que colocó al ejército al mando de Brasil. Ese día,
Sócrates vio a su padre, temeroso, quemando sus libros de doctrina bolchevique. Ahí
nació su compromiso político. Tras el golpe, Goulart se exilió a Uruguay y luego fue
acogido por Juan Domingo Perón en Argentina. Se sospecha que murió envenenado
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