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232 • FERNANDO M. GONzALEZ
Las Leyes de Reforma, al proclamar la separación entre las instancias
gubernamentales y eclesiásticas, descolocan a la Iglesia, obligándola
a reformular su manera de situarse ante los diferentes gobiernos. En
lo inmediato, el territorio que antes manejaba "y que sin serle propio,
había sido suyo durante siglos" (J. Meyer) se restringe con este trastocamiento
del espacio público.
El signo más evidente de la separación se objetiva visualmente
cuando se decreta la prohibición de conjuntar, ceremonialmente, los poderes
eclesiásticos y estatales en el templo y en los actos públicos. s
Como si coincidir públicamente en un mismo espacio pudiera provocar
una especie de "incesto" político-religioso. Todo lo cual no será obstáculo
para que ambas instancias sigan inevitablemente relacionándose fuera de
la mirada pública.
Luego, se instituyen los espacios y las prácticas paralelas. Por ejemplo,
junto al matrimonio religioso se instituye el civil; a su vez, el
Estado se hace cargo de la educación básica. Esto da lugar a un desgastante
contencioso entre ambas instancias, donde el terreno privilegiado
de conflicto será denominado "alma o conciencia de los niños".
Además, el Estado cuestiona los votos religiosos por atentar contra
la representación del ciudadano, restringiendo el uso de los signos religiosos
manifiestos al espacio mixto del templo y no más allá del atrio.
También, se apropia de la calle. Y, finalmente, se apodera de una buena
parte de la infraestructura económica de la Iglesia, aunque la jerarquía
eclesiástica se resiste y logra constituir la red de prestanombres, algunos
de los cuales se quedan con parte de sus bienes.
De ahí en adelante, los individuos aprenden a pensarse divididos entre
dos fidelidades, como ciudadanos -en buena medida, imaginarios (F.
Escalante)- y como creyentes. Las dos instituciones nacionales que pretenden
totalizarlos se los disputan e intentan hacerlos escoger entre una
u otra. La separación se incorpora a la subjetividad. "El poder normativo
de lo fáctico" (Norbert Lechner) que ésta genera penetra en las conciencias
y enmarca las conductas. De ahí en adelante, se tiende a considerar
que las creencias son del orden estrictamente privado, lo cual no
implica que deban ser cuestionadas radicalmente como tales, pues la
'''Los juaristas habían decretado (4 de diciembre de 1860) igual protección a todos los cultos como
efecto de la libertad religiosa, por esa misma ley se prohibió además que las autoridades y los ejércitos
asistieran a los actos religiosos que nunca permitió se celebraran fuera de los templos. Por el contrario,
Maximiliano restableció el catolicismo como religión de Estado." Luis Ramos Gómez Pérez, "El emperador,
el nuncio y el Vaticano", en Álvaro Matute, Evelia Treja, Brian Connaughton (coords.L Estado y
sociedad en México, siglo XIX, Ediciones Miguel Ángel Porrúa, UNAM, 1995, pp. 259-260.