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SAN LUIS EN LA GESTA SANMARTINIANA.pdf

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sencilla confesión de Fe que no confundía fines, y, por ende, la ley que rige lo<br />

temporal y lo eterno.<br />

Gradualmente, esa cultura fue acendrando cierta vida espiritual, cierta hondura<br />

de pensamiento, cierta modalidad de sentido común y de responsabilidad que hoy no<br />

existen, sencillamente porque la velocidad de hoy es vértigo, automatismo, frenesí o<br />

psicosis que irremisiblemente remata en angustia, inseguridad, pesimismo o<br />

desesperación por conquistar aquello que es imposible obtener por la vía de un<br />

dinamismo –progreso- que de ninguna manera puede darnos Paz. Los artesanos<br />

aprendían y trabajaban con lentitud, pero aprendían bien. Sabían rematar una obra<br />

que, como salida de sus manos, mostraba en todos sus pormenores la contribución<br />

del trabajo como elemento de esa cultura rural. El trabajo todavía tenía sentido<br />

de redención, por lo mismo que la organización del hogar otorgaba y cumplía<br />

fielmente la protección debida.<br />

La ruralidad de aquella cultura no significó nunca confusión de valores, antes<br />

bien, fue siempre confirmación de la jerarquía social que servía. De ahí la evidencia<br />

de la conciencia moral que asistía a los componentes de cada clase. Los<br />

gobernantes, por sobre todo, tenían la medida exacta de su ignorancia, y el artesano<br />

la magnitud ajustada de la veracidad con que debía efectuar su trabajo. Plena<br />

responsabilidad para regir el común en la humilde existencia del más anodino de los<br />

cabildantes, e idéntica a la que descubría el zapatero, el trenzador o la tejedora, para<br />

cortar y coser a mano un par de tamangos; cortar, sobar y trenzar a fuerza de<br />

milagros de paciencia un lazo, o tejer una sobrecama. Los gobernantes y los<br />

artesanos no tuvieron otra escuela que la estancia o hacienda. La pedagogía que<br />

trasuntaba esa coincidencia de posibilidades fue una pedagogía agropecuaria, de<br />

amor a la tierra, a la ruralidad del hogar, a las fuertes y sencillas fuentes de riqueza<br />

que nuestro medio atesoraba entonces.<br />

Los pacificadores y pobladores, a través de los siglos, infundieron a la<br />

existencia individual y social una aspiración que no se concretó jamás en un ideal<br />

burocrático, por lo mismo que el Estado no era una máquina de gravamen, sino una<br />

carga pública, atenta a salvaguardar los derechos inalienables de la soberanía social.<br />

Gobernar, entonces, era un sacrificio auténtico y una segura desatención de los<br />

propios intereses particulares. El individualismo o personalismo hispánico, todavía no<br />

se había convertido en esa mezquina adoración del yo que se llama egoísmo. Y Si<br />

algunos rasgos pudieran definir aquella cultura, se nos ocurre decir que, uno, era el<br />

recato de todas sus maneras, (399) recato con que la dama más linajuda apenas si<br />

mostraba sus pies calzados con finos zapatos de seda, o la puestera los suyos<br />

descalzos o ceñidos con rústica ojota; y otro, la hospitalidad que extendía la caridad<br />

de sus brazos siempre abiertos como el portal de aquellas casonas o la tranquera de<br />

las estancias, para el que quisiera gozar del amparo de su lealtad.<br />

Aquella cultura era de pocas letras. Las “luces”, entonces, más que en el<br />

intelecto estaban en el corazón. Por eso, la caridad era posible y la filantropía era<br />

desconocida. En aquellos tiempos, el progreso –desigual agonía del alma- se medía<br />

en razón del perfeccionamiento moral, y nadie creía que podía ser indefinido, por<br />

cuanto, haciendo esa vía, se podía avanzar estando en gracia de Dios, como<br />

retrogradar estando en desgracia. Y la igualdad era tan efectiva en el orden social de<br />

aquella época, que se ignoraba la pretensión de eternizarse en este mundo temporal.<br />

De ahí, ese vivir con un sentido más exacto de la realidad, exactitud que permitía una<br />

existencia plena de esa seguridad del que tiene presente que puede morir a cada<br />

399 Acaba de escribir Alfonso Junco, en reciente colaboración en “El Pueblo”, Bs. As., 7, 12, 48, a propósito de<br />

“La propia estimación”: “aquel finísimo recato que ha sido herencia, nota y prez de la mujer mejicana”.

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