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trasluz gruesas perlas regaladas a Lucrecia. Cuando la hija del<br />

Papa fue duquesa de Ferrara, una de sus mayores satisfacciones<br />

consistió en poseer el célebre collar de perlas y rubíes que había<br />

pertenecido a su suegra.<br />

Todos los contemporáneos alababan su hermosura, su esbeltez<br />

su boca, un poco grande, pero fresca y carnosa (una boca de<br />

Borgia); sus dientes brillantísimos, su pecho firme y blanco,<br />

visible en gran parte por los audaces escotes de entonces, y, sobre<br />

todo, su dulce sonrisa. Esta alegría de su rostro la había heredado<br />

de su padre rara vez triste, aun en los momentos más difíciles de<br />

su vida, jocundo hasta en su concupiscencia,<br />

Esbelta y graciosa de jovencita, redondeábase luego de<br />

formas, sin perder la elegante ligereza de sus movimientos. Había<br />

algo en ella de blando, revelador de una voluntad floja y sin<br />

iniciativa. Era de pocos nervios, incapaz de resistirse al Destino,<br />

dejándose llevar por él, buscando solamente las alegrías<br />

momentáneas, sin energía para ir más allá de los goces de su<br />

vanidad, mostrándose en toda ocasión un instrumento dócil de su<br />

familia. —No heredó la energía de los Borgias, pero si el talento.<br />

Ella y César fueron los hijos de Alejandro más inteligentes. Vivía<br />

esclava de su propio medio, haciendo lo mismo que las personas<br />

que la rodeaban. Mientras existió su padre mostrose aficionada a<br />

los asuntos políticos y hasta gobernó tierras de la Iglesia en<br />

ausencia del Pontífice. Al morir Alejandro y quedar en Ferrara<br />

<strong>com</strong>o esposa del príncipe Alfonso de Este, vigoroso soldado, la<br />

hija del Papa fue la perla de las esposas, la triunfante princesa, la<br />

santa madona Lucrecia. El poeta Ariosto cantaba sus virtudes, el<br />

pintor Tíciano la admiraba al tratarla en su Corte... Es una esposa<br />

que sólo piensa en sus hijos, en el gobierno de su palacio y<br />

sobrelleva resignada y afable las infidelidades de un marido rudo,<br />

que en el fondo la adora.<br />

Claudio Borja se la imaginaba en su primera juventud, tal<br />

<strong>com</strong>o la habían descrito muchos, creyendo reconocerla en la<br />

Santa Catalina pintada por el Pinturicchio, con su rostro gracioso<br />

e ingenuo de niña un poco paradita, orlado de magnífica cabellera<br />

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