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medianoche las danzas de los señores y otra vez César y<br />

Lucrecia, a pedimento del Pontífice, bailaban la baja y lo alta, A<br />

la salida del sol les servían una colación de cien platos grandes de<br />

confitería que tenían inscritos versos latinos en honor de los<br />

cónyuges y de Alejandro VI.<br />

La última fiesta era una corrida de toros en los jardines del<br />

Vaticano, a la que asistían más de diez mil personas. Avanzaba el<br />

cardenal de Valencia al frente de su cuadrilla <strong>com</strong>puesta de doce<br />

jinetes, llevando un traje a la morisca, <strong>com</strong>o los sarracenos<br />

españoles, <strong>com</strong>puesto de marlota de raso, blanca y roja, que doña<br />

Sancha había bordado de oro, bonete carmesí con penacho,<br />

borceguíes azules y una espada forjada expresamente para dicha<br />

fiesta. Iba montado en un caballo blanco con ricos jaeces y<br />

blandía en su diestra un lanzón, regalo también de doña Sancha.<br />

Doce mozos vestidos de raso amarillo y terciopelo carmesí<br />

marchaban a pie delante de él.<br />

Los doce caballeros que le seguían eran todos españoles: don<br />

Juan de Cervellón, don Guillen Ramón de Borja, don Ramón y<br />

don Juan Castellar, don Miguel Corella y otros, vestidos<br />

igualmente a la morisca, sobre caballos ricamente<br />

encaparazonados.<br />

César costeaba todo este lujo. Los romanos aclamaban al<br />

Borgia generoso que les ofrecía, a sus expensas, una fiesta tan<br />

interesante. En los estrados o cadalsos figuraban las damas de la<br />

Corte pontificia y de la aristocracia de la ciudad, muchas con los<br />

mismos trajes a la española que se habían hecho años antes para<br />

las fiestas en celebración de la toma de Granada.<br />

Se corrían ocho toros en cinco horas, y el cardenal de<br />

Valencia mataba por sí mismo dos de ellos: el primero, de una<br />

lanzada que le atravesó el pescuezo, acabándolo<br />

instantáneamente; el segundo, a pie, con una capa en una mano y<br />

la espada en la otra.<br />

Le dio tan gran cuchillada, que no necesitó repetir el golpe;<br />

haciéndolo caer con el pescuezo partido. El pueblo aclamó al que<br />

llamaba nuestro César, asombrado del vigor inaudito de este<br />

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