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las mujeres que se fían de ella, una juventud siempre agitada por<br />

el deseo del más allá. Venus recién surgida de la espuma de las<br />

ondas sólo representaba para un amante de veinte años el día<br />

actual, el triunfo del momento. En esa edad crédula se espera<br />

siempre, y la esperanza va a<strong>com</strong>pañada de ingratitud. «Mañana<br />

aún se presentará algo mejor», piensa la petulancia juvenil. Sólo<br />

el amante en plena madurez sabe el valor del hoy, y lo aprovecha,<br />

agradeciendo su fortuna presente. «Guardemos lo que me da mi<br />

buena suerte y procuremos no perderlo.» Este era el amor sumiso<br />

y agradecido que necesitaba ella.<br />

A1 fin le resultaron intolerables los largos mutismos de<br />

Claudio, su, celos sin causa, seguidos de apartamientos que le<br />

dolían <strong>com</strong>o menosprecios. Dejaba de a<strong>com</strong>pañarla a las fiestas,<br />

no venía en busca suya a Montecarlo, y luego sus amigas lo<br />

encontraban paseando a solas por la orilla del mar. Otras veces lo<br />

veía volver cansado y polvoriento de excursiones a pie por los<br />

Alpes, emprendidas sin razón alguna. Era necesaria una<br />

explicación entre los dos.<br />

Sintió resquemores de mujer agraviada, y el orgullo era en ella<br />

tan intenso <strong>com</strong>o las vehemencias de la sensualidad. No podía<br />

<strong>com</strong>prender el amor sumiso, hecho de sacrificio y anulación<br />

voluntaria, que gustaba a otras, <strong>com</strong>o un placer pasivo.<br />

Ella misma buscó la deseada explicación, alegando una ligera<br />

jaqueca para no salir de su casa. Prefería pasar la tarde en el<br />

jardín, ocupando un profundo sillón de junco, relleno de cojines<br />

pintarrajeados, en la parte más alta de aquella sucesión de<br />

mesetas floridas que iba a perderse entre las rocas de la costa.<br />

.empezaba a atardecer. El mar brillaba irisado, con reflejos de<br />

madreperla. Era un Mediterráneo falto de buques, un infinito<br />

liquido sin nada que rompiese el nácar de su Inmensa y plana<br />

superficie; ni una ola, ni una vedija de espuma, ni una vela.<br />

A espaldas de la casa elevaban los Alpes sus cumbres<br />

amarillas y verdes, con turbantes nebulosos, blancos <strong>com</strong>o<br />

algodones, que empezaban a empaparse en la sangre clara del<br />

ocaso. Parecía mas pesada la atmósfera a causa de su inercia;<br />

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