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convirtiéndolo en fortaleza. Todos los vasallos de la Iglesia<br />

desposeídos de sus feudos y los condottierí enemigos del Papa<br />

aparecían repentinamente en la metrópoli pontificia o en sus<br />

antiguas tierras.<br />

Los españoles residentes en Roma y los italianos amigos de<br />

los Borgias se veían obligados a levantar barricadas frente a sus<br />

palacios o casas. La ciudad Eterna estaba en revolución. Por<br />

todas partes riñas y choques de partidos opuestos, que hacían<br />

sucumbir docenas de personas.<br />

Asaltaban los Orsinis las viviendas de los españoles para<br />

robarlas y quemarlas. Los Colonnas, sus eternos adversarios,<br />

olvidaban por unos días el odio secular para vengarse de César y<br />

sus amigos.<br />

Las más estupendas ficciones circulaban en Roma sobre la<br />

muerte de Alejandro VI, inventadas por las familias enemigas de<br />

los Borgias.<br />

Siete diablos habían aparecido junto a su cama para llevárselo,<br />

apenas muerto. Esto era porque Alejandro, en el momento de su<br />

elección, había vendido su alma al demonio a cambio de doce<br />

años de Pontificado. «Al morir—según escribía uno de la familia<br />

Gonzaga—se levantó en su cuerpo un gran hervor y espumeó su<br />

boca <strong>com</strong>o una marmita puesta al fuego.»<br />

Tales patrañas se basaban en la hinchazón y rápida<br />

des<strong>com</strong>posición de su cadáver. Tan voluminoso era al final que<br />

resultaba difícil acoplarlo en el ataúd e imposible cerrar la tapa de<br />

éste.<br />

Mientras tanto, el duque de las Romanas, sobreponiéndose a<br />

su desaliento con prodigios de voluntad y ocultando la tristeza<br />

que le causaba verse inmovilizado en su lecho, hacia frente a<br />

todo. Dictó órdenes imperiosamente, <strong>com</strong>o si no dudase de que<br />

continuaba siendo el amo de Rorna; se impuso al Colegio de<br />

cardenales, obligándolo a reconocer su calidad de gonfaloniero,<br />

capitán indiscutible de la Iglesia, no permitiendo que otros se<br />

encargasen de reprimir los desórdenes públicos. Por suerte para<br />

él, don Michelotto estaba sano, y al frente de la guardia personal<br />

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