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Conocían los del séquito real la situación desesperada de<br />

Alejandro VI, sin medios de resistencia, abandonado de todos,<br />

con su propia vida en peligro. Los barones romanos sublevados<br />

no esperaban más que una ocasión favorable para apoderarse de<br />

la capital pontificia y tal vez para asesinarlo.<br />

Se negó el monarca a recibir a Piccolomini, alegando no tener<br />

necesidad de intermediarios para hablar con el Papa. Ya trataría<br />

con éste directamente durante las fiestas de Navidad, que era<br />

cuando pensaba entrar en la Ciudad Eterna.<br />

Un gran disgusto de índole privada vino a unirse en<br />

noviembre al desaliento político de Alejandro VI. La bella Julia,<br />

siguiendo uno de sus caprichos, se había separado de Lucrecia en<br />

Pésaro para ir a Viterbo, donde estaba su hermano el cardenal, en<br />

<strong>com</strong>pañía de una cuñada suya y doña Adriana de Milá.<br />

Varios jinetes franceses, mandados por Ivés d'Allegre, el<br />

mismo que iba a ser años adelante <strong>com</strong>pañero de armas de César<br />

Borgia, hicieron prisioneras a las tres damas, pidiendo por ellas<br />

rescate, <strong>com</strong>o de costumbre. La guerra y el bandidaje apenas se<br />

diferenciaban entonces.<br />

—A pesar de que Ivés d'Allegre habló con entusiasmo de la<br />

belleza de Julia a Carlos Octavo, éste se negó a verla, decisión<br />

que no se explica, tratándose de un hombre de insaciable<br />

curiosidad en el conocimiento de beldades italianas. Tal vez<br />

Rovere y los otros cardenales que iban pon él evitaron, por toda<br />

clase de medios, que llamase a la bella prisionera, temiendo que<br />

ésta lo sedujese con su hermosura y lo inclinara a favor de<br />

Alejandro Sexto.<br />

Mostró el Papa las angustias de un viejo enamorado al<br />

enterarse del suceso, haciendo toda clase de gestiones para la<br />

liberación de las cautivas. Envió inmediatamente los tres mil<br />

ducados de rescate exigidos por el capitán D'Alegre y despachó a<br />

dos cardenales para que solicitasen de Carlos VIII la cesión de las<br />

prisioneras, protestando contra la delicadeza de dicho rapto. Las<br />

tres damas fueron enviadas a Roma con fuerte escolta, y el<br />

cubiculario secreto del Papa, Juan Marrados, su hombre de<br />

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