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PAUL AUSTER - Tres Tribus Cine

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guerra de nervios que se había producido entre ellos. Aunque no duró más de un<br />

segundo o dos, Sachs se animó. Se había establecido una leve comunicación, pensó, una<br />

pequeña conexión, y aunque no sabía lo que la había provocado, intuyó que el estado de<br />

ánimo había cambiado.<br />

Después de eso no perdió el tiempo. Aprovechando la oportunidad que acababa<br />

de presentarse, le dijo que se quedara donde estaba, la dejó allí y salió de la casa para<br />

recoger el dinero del coche. No tenía sentido tratar de explicarle nada. Había llegado el<br />

momento de ofrecer alguna prueba, de eliminar las abstracciones y dejar que el dinero<br />

hablara por sí mismo. Era la única manera de que ella le creyese: dejar que lo tocara,<br />

dejar que lo viera con sus propios ojos.<br />

Pero ya nada era sencillo. Ahora que había abierto el maletero del coche y<br />

volvía a mirar la bolsa, dudó de seguir su impulso. Desde el principio se había visto<br />

dándole el dinero de golpe: entrando en la casa, dejándole la bolsa y marchándose.<br />

Tenía que haber sido un gesto rápido, como en un sueño, una acción que no<br />

durase nada. Descendería como un ángel de misericordia y la colmaría de riqueza, y<br />

antes de que ella se diese cuenta de que estaba allí, él se habría desvanecido. Ahora que<br />

había hablado con ella, sin embargo, ahora que había estado frente a frente con ella en<br />

la cocina, veía lo absurdo que había sido ese cuento de hadas. Su animosidad le había<br />

asustado y desmoralizado. Y no tenía forma de prever qué sucedería a continuación. Si<br />

le daba todo el dinero inmediatamente, perdería la pequeña ventaja que aún tenía sobre<br />

ella. Entonces sería posible cualquier cosa, podría seguirse de ese error cualquier<br />

grotesca inversión. Ella podría humillarle negándose a aceptarlo o, peor aún, podría<br />

coger el dinero y luego dar media vuelta y llamar a la policía. Ya había amenazado con<br />

hacerlo y, dada la profundidad de su cólera y sus suspicacias, él no la consideraba<br />

incapaz de traicionarle.<br />

En lugar de llevar la bolsa a la casa, contó cincuenta billetes de cien dólares, se<br />

metió el dinero en los dos bolsillos de la chaqueta y luego cerró la cremallera de la<br />

bolsa y el maletero. Ya no tenía ni idea de lo que estaba haciendo. Era un acto de pura<br />

improvisación, un salto a ciegas hacia lo desconocido. Cuando se volvió hacia la casa<br />

de nuevo, vio a Lillian de pie en la puerta, una pequeña figura iluminada con las manos<br />

en las caderas, observándole atentamente mientras él se ocupaba de sus asuntos en la<br />

tranquila calle. Cruzó el jardincillo sabiendo que los ojos de ella estaban fijos en él,<br />

repentinamente alborozado por su propia incertidumbre, por la locura de ese algo<br />

terrible que estaba a punto de suceder.<br />

Cuando llegó a lo alto de los escalones, ella se hizo a un lado para dejarle pasar<br />

y cerró la puerta tras él. Esta vez él no esperó una invitación. Entrando en la cocina<br />

antes que ella, se acercó a la mesa, apartó una de las desvencijadas sillas de madera y se<br />

sentó. Un momento después, Lillian se sentó frente a él. No hubo más sonrisas, no hubo<br />

más destellos de curiosidad en sus ojos. Había convertido su cara en una máscara, y<br />

mientras él la miraba buscando una señal, buscando alguna pista que le ayudara a<br />

empezar, se sintió como si estuviera examinando una pared. No había forma de comunicarse<br />

con ella, no había forma de adivinar lo que estaba pensando. Ninguno de los dos<br />

habló. Cada uno esperaba a que el otro diera el primer paso, y cuanto más se prolongaba<br />

el silencio, más obstinadamente parecía ella resistir. En un momento dado,<br />

comprendiendo que estaba a punto de ahogarse, que en sus pulmones estaba empezando<br />

a formarse un grito, Sachs levantó el brazo derecho y barrió tranquilamente todo lo que<br />

había delante de él y lo tiró al suelo. Vasos sucios, tazas de café, ceniceros y cubiertos<br />

cayeron con un estrépito atroz, rompiéndose y resbalando sobre el linóleo verde. La<br />

miró directamente a los ojos, pero ella se negó a reaccionar, continuó sentada allí como<br />

si nada hubiese ocurrido. Un momento sublime, pensó él, un momento memorable y,<br />

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