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espantosas: “Exploraciones del alma romántico-absurdas”, las llamó una vez, horrendos<br />
cuentecitos y poemas que guardó en absoluto secreto. Pero perseveró en ello y, como<br />
señal de su creciente seriedad, a los diecisiete años se compró una pipa. Pensaba que<br />
éste era el distintivo de cualquier escritor, y durante su último año de instituto se pasaba<br />
todas las tardes sentado en su mesa de estudio, la pluma en una mano, la pipa en la otra,<br />
llenando la habitación de humo.<br />
Estas historias proceden directamente de Sachs. Me ayudaron a concretar mi<br />
impresión de cómo era antes de que yo le conociera, pero al repetir sus comentarios<br />
ahora me doy cuenta de que podían haber sido enteramente falsos. La autocrítica era un<br />
elemento importante dentro de su personalidad, y a menudo se utilizaba a sí mismo<br />
como blanco de sus propias bromas. Especialmente cuando hablaba del pasado, le<br />
gustaba presentarse en los términos menos favorecedores. Siempre era el chico<br />
ignorante, el tonto pomposo, el buscabullas, el zafio desmañado. Tal vez era así como<br />
quería que le viese, o puede que encontrase un placer perverso en tomarme el pelo.<br />
Porque el hecho es que hace falta una gran seguridad para que alguien se burle de sí<br />
mismo, y una persona con esa clase de seguridad raras veces es un idiota o un zafio.<br />
Hay una sola historia de esos primeros tiempos que me parece algo fiable. La oí<br />
hacia el final de mi visita a Connecticut en 1980, y puesto que la fuente es su madre<br />
tanto como él, pertenece a una categoría distinta del resto. En sí misma, esta anécdota es<br />
menos espectacular que algunas de las que me contó Sachs, pero, considerándola ahora<br />
desde la perspectiva de toda su vida, destaca con especial relieve, como si fuera el<br />
anuncio de un tema, la afirmación inicial de una frase musical que continuó<br />
obsesionándole hasta sus últimos momentos en la tierra.<br />
Una vez recogida la mesa, a las personas que no habían ayudado a preparar la<br />
cena se les asignó la tarea de fregar en la cocina. Eramos sólo cuatro: Sachs, su madre,<br />
Fanny y yo. Era un trabajo inmenso, todas las encimeras estaban abarrotadas de vajilla<br />
sucia, y mientras nos turnábamos para rascar, enjabonar, aclarar y secar, charlamos de<br />
una cosa y otra, vagando sin rumbo de un tema a otro. Al cabo de un rato nos<br />
encontramos hablando del día de Acción de Gracias, lo cual nos llevó a una discusión<br />
acerca de otras fiestas norteamericanas, lo cual condujo a su vez a unos comentarios de<br />
pasada sobre símbolos nacionales. Se mencionó la Estatua de la Libertad, y luego, casi<br />
como si el recuerdo les hubiese venido a ambos simultáneamente, Sachs y su madre<br />
empezaron a hablar de un viaje que habían hecho a la isla de Bedloes a principios de los<br />
años cincuenta. Fanny nunca había oído la historia, así que ella y yo nos convertimos en<br />
el público, de pie con un paño de cocina en la mano, mientras ellos dos interpretaban su<br />
numerito.<br />
-¿Te acuerdas de aquel día, Benjy? -comenzó Mrs. Sachs.<br />
-Claro que me acuerdo -dijo Sachs-. Fue uno de los momentos cruciales de mi<br />
infancia.<br />
-Eras muy pequeño. No tendrías más de seis o siete años.<br />
-Fue el verano en que cumplí seis. Mil novecientos cincuenta y uno.<br />
-Yo tenía unos cuantos más, pero nunca había visitado la Estatua de la Libertad.<br />
Pensé que ya era hora, así que un día te metí en el coche y te llevé a Nueva York. No<br />
recuerdo dónde estaban las niñas aquella mañana, pero estoy completamente segura de<br />
que íbamos sólo nosotros dos.<br />
-Sólo nosotros dos y Mrs. No-sé-cuántos-stein y sus dos hijos. Nos reunimos<br />
con ellos allí.<br />
-Doris Saperstein, mi vieja amiga del Bronx. Tenía dos niños más o menos de tu<br />
edad. Eran verdaderos golfillos, un par de indios salvajes.<br />
-Niños normales, simplemente. Fueron ellos quienes causaron toda la disputa.<br />
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