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PAUL AUSTER - Tres Tribus Cine

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en el dormitorio y nos quitábamos la ropa. Bailar desnuda en un bar topless era una<br />

cosa, pero estar allí de pie con aquel vendedor gordo y peludo era algo tan íntimo que ni<br />

siquiera podía mirarle a los ojos. Yo había escondido mi cámara en el cuarto de baño y<br />

pensé que si quería sacar alguna foto de aquel fiasco tendría que actuar inmediatamente.<br />

Así que me disculpé y me fui al baño, dejando la puerta entreabierta una rendija. Abrí<br />

los dos grifos del lavabo, cogí mi cámara y empecé a hacer fotos del dormitorio. Tenía<br />

un ángulo perfecto. Podía ver a Jerome despatarrado sobre la cama, miraba al techo y se<br />

la meneaba con la mano, tratando de ponérsela dura. Era repugnante, pero también<br />

cómico, y me alegré de estar registrándolo en película. Supuse que tendría tiempo para<br />

diez o doce fotos, pero cuando había tomado seis o siete, Jerome se levantó de la cama<br />

de un salto, cruzó hasta el cuarto de baño y abrió la puerta de golpe, antes de que yo<br />

tuviese la oportunidad de cerrarla. Cuando me vio allí de pie con la cámara en las<br />

manos, se volvió loco. Quiero decir realmente loco, perdió el juicio. Empezó a gritar<br />

acusándome de hacerle fotos para poder chantajearle y arruinar su matrimonio, y antes<br />

de que yo pudiese reaccionar me había arrebatado la cámara y la machacaba contra la<br />

bañera. Traté de huir, pero él me agarró por un brazo y luego empezó a darme<br />

puñetazos. Era una pesadilla. Dos extraños desnudos pegándose en un cuarto de baño<br />

alicatado en rosa. No paraba de gruñir y gritar mientras me pegaba, chillando a pleno<br />

pulmón, y luego me dio un golpe que me dejó sin sentido. Me rompió la mandíbula,<br />

aunque te cueste creerlo. Pero eso fue sólo parte del daño. También tenía una muñeca<br />

rota, fisuras en un par de costillas y cardenales por todo el cuerpo. Pasé diez días en el<br />

hospital y después seis semanas con la mandíbula sujeta con alambres. El pequeño<br />

Jerome me dejó hecha papilla. Me pateó hasta casi matarme.<br />

Cuando conocí a Maria en el piso de Sachs en 1979 hacia casi tres años que no<br />

se acostaba con un hombre. Tardó todo ese tiempo en recuperarse del trauma de la<br />

paliza, y la abstinencia no era tanto una elección como una necesidad, la única cura<br />

posible. Aparte de la humillación física que había sufrido, el incidente con Jerome había<br />

sido una derrota espiritual. Por primera vez en su vida, Maria había sido castigada.<br />

Había sobrepasado sus límites y la brutalidad de esa experiencia había alterado su<br />

imagen de sí misma. Hasta entonces se había imaginado capaz de cualquier cosa,<br />

cualquier aventura, cualquier transgresión, cualquier audacia. Se había sentido más<br />

fuerte que otras personas, inmunizada contra los estragos y los fracasos que afligen al<br />

resto de la humanidad. Después del intercambio con Lillian, comprendió hasta qué<br />

punto se había engañado a si misma. Descubrió que era débil, una persona confinada<br />

dentro de sus propios temores y represiones internas, tan mortal y tan confusa como<br />

cualquiera.<br />

Fueron precisos tres años para reparar el daño (en la medida en que llegó a ser<br />

reparado), y cuando nuestros caminos se cruzaron en el piso de Sachs aquella noche,<br />

ella estaba más o menos dispuesta para salir de su concha. Y fue a mí a quien ofreció su<br />

cuerpo, fue sólo porque aparecí en el momento oportuno. Maria siempre se burló de esa<br />

interpretación e insinuó que yo era el único hombre con el que podía haberse ido, pero<br />

estaría loco si creyera que fue porque poseía algún encanto sobrenatural. Yo era<br />

únicamente un hombre entre muchos hombres posibles, mercancía averiada a mi<br />

manera, y si respondía a lo que ella buscaba en ese momento, tanto mejor para mí. Fue<br />

ella quien estableció las reglas de nuestra amistad y yo las cumplí lo mejor que pude,<br />

cómplice gustoso de sus caprichos y urgentes demandas. A petición de Maria acepté<br />

que nunca dormiríamos juntos dos noches seguidas. Acepté que nunca le hablaría de<br />

ninguna otra mujer. Acepté que nunca le pediría que me presentase a ninguno de sus<br />

amigos. Acepté actuar como si nuestra relación fuese un secreto, un drama clandestino<br />

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