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en el dormitorio y nos quitábamos la ropa. Bailar desnuda en un bar topless era una<br />
cosa, pero estar allí de pie con aquel vendedor gordo y peludo era algo tan íntimo que ni<br />
siquiera podía mirarle a los ojos. Yo había escondido mi cámara en el cuarto de baño y<br />
pensé que si quería sacar alguna foto de aquel fiasco tendría que actuar inmediatamente.<br />
Así que me disculpé y me fui al baño, dejando la puerta entreabierta una rendija. Abrí<br />
los dos grifos del lavabo, cogí mi cámara y empecé a hacer fotos del dormitorio. Tenía<br />
un ángulo perfecto. Podía ver a Jerome despatarrado sobre la cama, miraba al techo y se<br />
la meneaba con la mano, tratando de ponérsela dura. Era repugnante, pero también<br />
cómico, y me alegré de estar registrándolo en película. Supuse que tendría tiempo para<br />
diez o doce fotos, pero cuando había tomado seis o siete, Jerome se levantó de la cama<br />
de un salto, cruzó hasta el cuarto de baño y abrió la puerta de golpe, antes de que yo<br />
tuviese la oportunidad de cerrarla. Cuando me vio allí de pie con la cámara en las<br />
manos, se volvió loco. Quiero decir realmente loco, perdió el juicio. Empezó a gritar<br />
acusándome de hacerle fotos para poder chantajearle y arruinar su matrimonio, y antes<br />
de que yo pudiese reaccionar me había arrebatado la cámara y la machacaba contra la<br />
bañera. Traté de huir, pero él me agarró por un brazo y luego empezó a darme<br />
puñetazos. Era una pesadilla. Dos extraños desnudos pegándose en un cuarto de baño<br />
alicatado en rosa. No paraba de gruñir y gritar mientras me pegaba, chillando a pleno<br />
pulmón, y luego me dio un golpe que me dejó sin sentido. Me rompió la mandíbula,<br />
aunque te cueste creerlo. Pero eso fue sólo parte del daño. También tenía una muñeca<br />
rota, fisuras en un par de costillas y cardenales por todo el cuerpo. Pasé diez días en el<br />
hospital y después seis semanas con la mandíbula sujeta con alambres. El pequeño<br />
Jerome me dejó hecha papilla. Me pateó hasta casi matarme.<br />
Cuando conocí a Maria en el piso de Sachs en 1979 hacia casi tres años que no<br />
se acostaba con un hombre. Tardó todo ese tiempo en recuperarse del trauma de la<br />
paliza, y la abstinencia no era tanto una elección como una necesidad, la única cura<br />
posible. Aparte de la humillación física que había sufrido, el incidente con Jerome había<br />
sido una derrota espiritual. Por primera vez en su vida, Maria había sido castigada.<br />
Había sobrepasado sus límites y la brutalidad de esa experiencia había alterado su<br />
imagen de sí misma. Hasta entonces se había imaginado capaz de cualquier cosa,<br />
cualquier aventura, cualquier transgresión, cualquier audacia. Se había sentido más<br />
fuerte que otras personas, inmunizada contra los estragos y los fracasos que afligen al<br />
resto de la humanidad. Después del intercambio con Lillian, comprendió hasta qué<br />
punto se había engañado a si misma. Descubrió que era débil, una persona confinada<br />
dentro de sus propios temores y represiones internas, tan mortal y tan confusa como<br />
cualquiera.<br />
Fueron precisos tres años para reparar el daño (en la medida en que llegó a ser<br />
reparado), y cuando nuestros caminos se cruzaron en el piso de Sachs aquella noche,<br />
ella estaba más o menos dispuesta para salir de su concha. Y fue a mí a quien ofreció su<br />
cuerpo, fue sólo porque aparecí en el momento oportuno. Maria siempre se burló de esa<br />
interpretación e insinuó que yo era el único hombre con el que podía haberse ido, pero<br />
estaría loco si creyera que fue porque poseía algún encanto sobrenatural. Yo era<br />
únicamente un hombre entre muchos hombres posibles, mercancía averiada a mi<br />
manera, y si respondía a lo que ella buscaba en ese momento, tanto mejor para mí. Fue<br />
ella quien estableció las reglas de nuestra amistad y yo las cumplí lo mejor que pude,<br />
cómplice gustoso de sus caprichos y urgentes demandas. A petición de Maria acepté<br />
que nunca dormiríamos juntos dos noches seguidas. Acepté que nunca le hablaría de<br />
ninguna otra mujer. Acepté que nunca le pediría que me presentase a ninguno de sus<br />
amigos. Acepté actuar como si nuestra relación fuese un secreto, un drama clandestino<br />
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