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PAUL AUSTER - Tres Tribus Cine

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sentimental, que era un hijo adoptivo que buscaba información sobre sus padres<br />

biológicos. En otra ocasión era un hombre de negocios que quería invertir en locales<br />

comerciales. En otra, un viudo, un hombre que había perdido a su esposa y sus hijos en<br />

un accidente de automóvil y estaba pensando en instalarse en una nueva ciudad. Luego,<br />

casi perversamente, una vez que el Fantasma se había hecho un nombre, se presentó en<br />

una pequeña ciudad de Nebraska como un periodista que estaba trabajando en un<br />

articulo acerca de las actitudes y opiniones de las personas que vivían en lugares donde<br />

había una réplica de la Estatua de la Libertad. Les preguntó qué pensaban de las<br />

bombas. Qué significaba la estatua para ellos. Fue una experiencia que le destrozó los<br />

nervios, dijo, pero valió la pena en todo momento.<br />

Muy al principio decidió que la franqueza seria la estrategia más útil, la mejor<br />

manera de evitar dar una impresión equivocada. En lugar de salir furtivamente o<br />

esconderse, charlaba con la gente, les conquistaba, les hacia pensar que era una buena<br />

persona. Esta cordialidad era natural en Sachs y le daba el espacio para respirar que<br />

necesitaba. Una vez que la gente sabía por qué estaba allí, no les alarmaría verle pasear<br />

por la ciudad, y si pasaba varias veces por el emplazamiento de la estatua en el curso de<br />

su paseo, nadie le prestaría atención. Lo mismo ocurría con los recorridos que hacía<br />

después de anochecer, dando vueltas en coche por la ciudad cerrada a las dos de la<br />

madrugada para familiarizarse con las pautas del tráfico, para calcular el índice de<br />

probabilidades de que hubiese alguien en las cercanías cuando colocase la bomba.<br />

Después de todo, estaba pensando en trasladarse allí. ¿Quién podía culparle si quería<br />

ver cómo era el lugar después de la puesta de sol? Se daba cuenta de que era una excusa<br />

endeble, pero estas salidas nocturnas eran inevitables, una precaución necesaria, porque<br />

no sólo tenía que salvar su pellejo, además tenía que asegurarse de no herir a nadie. Un<br />

vagabundo que durmiera en la base del pedestal, dos adolescentes besándose en el<br />

césped, un hombre paseando a su perro durante la noche; bastaría un sólo fragmento de<br />

piedra o de metal para matar a alguien, y entonces toda la causa se destruiría. Ése era el<br />

mayor temor de Sachs, y no escatimaba esfuerzos para evitar accidentes. Las bombas<br />

que fabricaba eran pequeñas, mucho más pequeñas de lo que le hubiese gustado, y<br />

aunque eso aumentaba los riesgos, nunca ponía el mecanismo de relojería para que<br />

estallase más de veinte minutos después de que él hubiera sujetado los explosivos con<br />

cinta adhesiva a la corona de la estatua. Nada garantizaba que no pasara alguien por allí<br />

en esos veinte minutos, pero, dada la hora y el carácter de esas ciudades, las<br />

probabilidades eran escasas.<br />

Junto con todo lo demás, Sachs me dio grandes cantidades de información<br />

técnica durante esa noche, un curso intensivo sobre la mecánica de la fabricación de<br />

bombas. Confieso que la mayor parte me entró por un oído y me salió por el otro. No<br />

tengo ninguna habilidad para las cosas mecánicas y mi ignorancia hacía que me<br />

resultase difícil seguir lo que me decía. Entendía alguna que otra palabra, términos<br />

como despertador, pólvora, mecha, pero el resto era incomprensible, un idioma<br />

extranjero que no lograba penetrar. No obstante, a juzgar por la forma en que hablaba,<br />

deduje que se necesitaba mucho ingenio. No se fiaba de fórmulas preestablecidas, y con<br />

la dificultad añadida de tratar de no dejar pistas, se esforzaba por utilizar únicamente los<br />

materiales más caseros, por montar sus explosivos con diversos objetos que podían<br />

encontrarse en cualquier ferretería. Debió de ser un proceso arduo, viajar a algún sitio<br />

sólo para comprar un reloj, conducir luego setenta kilómetros para comprar sólo un<br />

carrete de alambre, ir luego a algún otro sitio para comprar un rollo de cinta adhesiva.<br />

Ninguna compra era nunca superior a los veinte dólares, y tenía mucho cuidado de<br />

pagar siempre en efectivo, en todas las tiendas, en todos los restaurantes, en todos los<br />

destartalados moteles. Entrar y salir; hola y adiós. Luego desaparecía, como si su cuerpo<br />

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