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aplastado con una piedra. Algunas historias son demasiado terribles, quizá, y la única<br />
manera de dejarlas penetrar dentro de ti es escapar, darles la espalda y dejarte perder en<br />
la oscuridad.<br />
Me desperté a las tres de la tarde. Sachs siguió durmiendo durante dos horas o<br />
dos horas y media más, y mientras tanto yo perdía el tiempo en el jardín, permaneciendo<br />
fuera de la casa para no molestarle. El sueño no me había servido de nada. Estaba aún<br />
demasiado aturdido para pensar, y si conseguí mantenerme ocupado durante esas horas<br />
fue únicamente planeando el menú de la cena de esa noche. Me costó tomar cada<br />
decisión, sopesé los pros y los contras como si el destino del mundo dependiera de<br />
ellos: si hacer el pollo en el horno o en la parrilla, si servir arroz o patatas, si quedaría<br />
suficiente vino en el armario. Es curioso lo vívidamente que recuerdo todo esto ahora.<br />
Sachs acababa de contarme que había matado a un hombre, que había pasado los dos<br />
últimos años vagando por el país como un fugitivo, y la única cosa en que yo podía<br />
pensar era en qué poner de cena. Era como si necesitara fingir que la vida consistía aún<br />
en detalles así de mundanos. Pero eso era únicamente porque sabía que no era así.<br />
Esa noche también nos acostamos tarde. Hablamos durante toda la cena y hasta<br />
altas horas de la noche. Esta vez estuvimos fuera, sentados en las mismas sillas<br />
adirondack en las que habíamos estado sentados tantas otras noches a lo largo de los<br />
años: dos voces desencarnadas en la oscuridad, invisibles el uno para el otro, sin ver<br />
nada excepto cuando uno de los dos encendía una cerilla y nuestras caras surgían<br />
brevemente de las sombras. Recuerdo el ascua de los cigarros, las luciérnagas latiendo<br />
en los arbustos, un enorme cielo estrellado sobre nuestras cabezas, las mismas cosas que<br />
recuerdo de tantas otras noches en el pasado. Eso me ayudó a conservar la calma, creo,<br />
pero aún más importante que el escenario era el propio Sachs. Las largas horas de sueño<br />
habían repuesto sus fuerzas y desde el principio dominó la conversación. No había<br />
ninguna vacilación en su voz, nada que me hiciese sentir que no podía confiar en él. Esa<br />
fue la noche en que me contó lo del Fantasma de la Libertad, y en ningún momento<br />
parecía un hombre que estaba confesando un delito. Estaba orgulloso de lo que había<br />
hecho, firmemente en paz consigo mismo, y hablaba con la seguridad de un artista que<br />
sabe que acaba de crear su obra más importante.<br />
Era un cuento largo e increíble, una saga de viajes y disfraces, de calmas<br />
pasajeras, frenesíes y huidas por los pelos. Hasta que se lo oí a Sachs, nunca habría<br />
adivinado cuánto trabajo representaba una explosión: las semanas de planificación y<br />
preparación, los complicados y tortuosos métodos para reunir los materiales necesarios<br />
con que construir las bombas, las meticulosas coartadas y engaños, las distancias que<br />
era<br />
preciso recorrer. Una vez que había seleccionado la ciudad, tenía que encontrar la<br />
manera de pasar algún tiempo allí sin levantar sospechas. El primer paso era urdir una<br />
identidad y una historia que sirviera de tapadera y; puesto que nunca era la misma<br />
persona dos veces, su capacidad de invención estaba constantemente puesta a prueba.<br />
Siempre tenía un nombre diferente, tan anodino como fuera posible (Ed Smith, Al<br />
Goodwin, Jack White, Bill Foster), y de una operación a otra hacia lo que podía para<br />
producir cambios menores en su aspecto físico (afeitado una vez, barbudo otra, cabello<br />
oscuro en un lugar, cabello claro en el siguiente, con gafas o sin ellas, con traje o con<br />
ropa de trabajo, un número fijo de variables que mezclaba para formar diferentes<br />
combinaciones en cada ciudad). El reto fundamental, sin embargo, era encontrar una<br />
razón para estar allí, una excusa verosímil para pasar varios días en una comunidad<br />
donde nadie le conocía. Una vez se hizo pasar por un profesor universitario, un<br />
sociólogo que estaba documentándose para un libro sobre la vida y los valores de las<br />
pequeñas ciudades norteamericanas. Otra vez fingió que se trataba de un viaje<br />
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