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PAUL AUSTER - Tres Tribus Cine

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más de tres o cuatro noches. Después de que Iris y yo nos casásemos hace nueve años,<br />

hicimos el viaje juntos varias veces y en una ocasión incluso ayudamos a Fanny y Ben a<br />

pintar la fachada de la casa. Los padres de Fanny compraron la finca durante la<br />

Depresión. Una época en que las granjas como éstas se podían adquirir por casi nada.<br />

Tenía más de cuarenta hectáreas y su propia alberca, y aunque la casa estaba deteriorada,<br />

era espaciosa y aireada por dentro, y sólo fueron necesarias unas pequeñas mejoras<br />

para hacerla habitable. Los Goodman eran maestros en Nueva York, y nunca pudieron<br />

permitirse el lujo de hacer muchos arreglos en la casa después de comprarla, así que<br />

durante todos estos años ha conservado su primitivo aspecto desolado: las camas de<br />

hierro, la estufa barriguda en la cocina, las paredes y los techos agrietados, los suelos<br />

pintados de gris. Sin embargo, en medio de este deterioro hay algo sólido, y sería difícil<br />

que alguien no se sintiera a gusto aquí. Para mí, el gran atractivo de la casa es su<br />

aislamiento. Se alza en lo alto de una pequeña montaña, a seis kilómetros del pueblo<br />

más cercano por un estrecho camino de tierra. Los inviernos deben de ser crudos en esta<br />

montaña, pero durante el verano todo está verde, los pájaros cantan a tu alrededor y los<br />

prados están inundados de flores silvestres: vellosillas naranja, tréboles rojos,<br />

culantrillos, ranúnculos. A unos treinta metros de la casa principal hay un sencillo<br />

edificio anexo que Sachs utilizaba como estudio siempre que estaba aquí. Es poco más<br />

que una cabaña, con tres habitaciones pequeñas, una cocinita y un cuarto de baño, y<br />

desde que unos vándalos la destrozaron hace doce o trece inviernos se ha ido deteriorando.<br />

Las cañerías se han roto, la electricidad está cortada, el linóleo se está despegando<br />

del suelo. Menciono estas cosas porque es aquí donde estoy ahora, sentado ante una<br />

mesa verde en medio de la habitación más grande, sosteniendo una pluma en la mano.<br />

Durante los años que le traté, Sachs pasó todos los veranos escribiendo en esta misma<br />

mesa, y ésta es la habitación donde le vi por última vez, donde me abrió su corazón y<br />

me reveló su terrible secreto. Si me concentro lo suficiente en el recuerdo de esa noche,<br />

casi puedo engañarme y pensar que todavía está aquí. Es como si sus palabras flotaran<br />

aún en el aire, como si todavía pudiese alargar la mano y tocarle. Fue una conversación<br />

larga y agotadora, y cuando finalmente la terminamos (a las cinco o las seis de la<br />

mañana), me hizo prometer que no permitiría que su secreto saliera de las paredes de<br />

esta habitación. Ésas fueron sus palabras exactas: que nada de lo que había dicho debía<br />

escapar de esta habitación. Por ahora podré mantener mi promesa. Hasta que llegue el<br />

momento de mostrar lo que he escrito aquí, puedo consolarme con el pensamiento de<br />

que no estoy rompiendo mi palabra.<br />

La primera vez que le vi nevaba. Han transcurrido más de quince años desde ese<br />

día, pero todavía puedo evocarlo siempre que lo deseo. Muchas otras cosas se han<br />

perdido para mí, pero recuerdo ese encuentro con Sachs tan claramente como cualquier<br />

suceso de mi vida.<br />

Fue un sábado por la tarde en febrero o marzo, y los dos habíamos sido invitados<br />

a hacer una lectura conjunta de nuestra obra en un bar del West Village. Yo no había<br />

oído hablar de Sachs, pero la persona que me llamaba tenía demasiada prisa como para<br />

contestar a mis preguntas por teléfono.<br />

-Es un novelista -me dijo ella-. Publicó su primer libro hace un par de años.<br />

Me llamó un miércoles por la noche, sólo tres días antes de que la lectura tuviese<br />

lugar, y en su voz había algo que rayaba el pánico. Michael Palmer, el poeta que tenía<br />

que aparecer el sábado, acababa de cancelar su viaje a Nueva York, y se preguntaba si<br />

yo estaría dispuesto a sustituirle. No era una petición muy directa, pero le dije que lo<br />

haría. Yo todavía no había publicado mucho entonces -seis o siete cuentos en revistas<br />

de corta tirada, un puñado de artículos y de reseñas de libros-, y no se podía decir que la<br />

gente clamara por el privilegio de oírme leerles en voz alta. Así que acepté el<br />

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