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más de tres o cuatro noches. Después de que Iris y yo nos casásemos hace nueve años,<br />
hicimos el viaje juntos varias veces y en una ocasión incluso ayudamos a Fanny y Ben a<br />
pintar la fachada de la casa. Los padres de Fanny compraron la finca durante la<br />
Depresión. Una época en que las granjas como éstas se podían adquirir por casi nada.<br />
Tenía más de cuarenta hectáreas y su propia alberca, y aunque la casa estaba deteriorada,<br />
era espaciosa y aireada por dentro, y sólo fueron necesarias unas pequeñas mejoras<br />
para hacerla habitable. Los Goodman eran maestros en Nueva York, y nunca pudieron<br />
permitirse el lujo de hacer muchos arreglos en la casa después de comprarla, así que<br />
durante todos estos años ha conservado su primitivo aspecto desolado: las camas de<br />
hierro, la estufa barriguda en la cocina, las paredes y los techos agrietados, los suelos<br />
pintados de gris. Sin embargo, en medio de este deterioro hay algo sólido, y sería difícil<br />
que alguien no se sintiera a gusto aquí. Para mí, el gran atractivo de la casa es su<br />
aislamiento. Se alza en lo alto de una pequeña montaña, a seis kilómetros del pueblo<br />
más cercano por un estrecho camino de tierra. Los inviernos deben de ser crudos en esta<br />
montaña, pero durante el verano todo está verde, los pájaros cantan a tu alrededor y los<br />
prados están inundados de flores silvestres: vellosillas naranja, tréboles rojos,<br />
culantrillos, ranúnculos. A unos treinta metros de la casa principal hay un sencillo<br />
edificio anexo que Sachs utilizaba como estudio siempre que estaba aquí. Es poco más<br />
que una cabaña, con tres habitaciones pequeñas, una cocinita y un cuarto de baño, y<br />
desde que unos vándalos la destrozaron hace doce o trece inviernos se ha ido deteriorando.<br />
Las cañerías se han roto, la electricidad está cortada, el linóleo se está despegando<br />
del suelo. Menciono estas cosas porque es aquí donde estoy ahora, sentado ante una<br />
mesa verde en medio de la habitación más grande, sosteniendo una pluma en la mano.<br />
Durante los años que le traté, Sachs pasó todos los veranos escribiendo en esta misma<br />
mesa, y ésta es la habitación donde le vi por última vez, donde me abrió su corazón y<br />
me reveló su terrible secreto. Si me concentro lo suficiente en el recuerdo de esa noche,<br />
casi puedo engañarme y pensar que todavía está aquí. Es como si sus palabras flotaran<br />
aún en el aire, como si todavía pudiese alargar la mano y tocarle. Fue una conversación<br />
larga y agotadora, y cuando finalmente la terminamos (a las cinco o las seis de la<br />
mañana), me hizo prometer que no permitiría que su secreto saliera de las paredes de<br />
esta habitación. Ésas fueron sus palabras exactas: que nada de lo que había dicho debía<br />
escapar de esta habitación. Por ahora podré mantener mi promesa. Hasta que llegue el<br />
momento de mostrar lo que he escrito aquí, puedo consolarme con el pensamiento de<br />
que no estoy rompiendo mi palabra.<br />
La primera vez que le vi nevaba. Han transcurrido más de quince años desde ese<br />
día, pero todavía puedo evocarlo siempre que lo deseo. Muchas otras cosas se han<br />
perdido para mí, pero recuerdo ese encuentro con Sachs tan claramente como cualquier<br />
suceso de mi vida.<br />
Fue un sábado por la tarde en febrero o marzo, y los dos habíamos sido invitados<br />
a hacer una lectura conjunta de nuestra obra en un bar del West Village. Yo no había<br />
oído hablar de Sachs, pero la persona que me llamaba tenía demasiada prisa como para<br />
contestar a mis preguntas por teléfono.<br />
-Es un novelista -me dijo ella-. Publicó su primer libro hace un par de años.<br />
Me llamó un miércoles por la noche, sólo tres días antes de que la lectura tuviese<br />
lugar, y en su voz había algo que rayaba el pánico. Michael Palmer, el poeta que tenía<br />
que aparecer el sábado, acababa de cancelar su viaje a Nueva York, y se preguntaba si<br />
yo estaría dispuesto a sustituirle. No era una petición muy directa, pero le dije que lo<br />
haría. Yo todavía no había publicado mucho entonces -seis o siete cuentos en revistas<br />
de corta tirada, un puñado de artículos y de reseñas de libros-, y no se podía decir que la<br />
gente clamara por el privilegio de oírme leerles en voz alta. Así que acepté el<br />
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