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PAUL AUSTER - Tres Tribus Cine

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albornoz y lo encendía con una cerilla. La seguridad en sí misma y la ostentosa pose de<br />

las últimas semanas habían desaparecido, e incluso su voz sonaba vacilante, más<br />

vulnerable de lo que lo había sido nunca. Dejó las cerillas en la mesita baja que había<br />

entre ellos. Sachs siguió el movimiento de su mano, luego echó una ojeada a las<br />

palabras escritas en el sobre de cerillas, momentáneamente distraído por las letras verde<br />

chillón impresas sobre un fondo rosa. Resultó ser el anuncio de un teléfono erótico y<br />

justo entonces, en uno de esos espontáneos relámpagos de intuición, se le ocurrió que<br />

nada carecía de significado, que todo en el mundo estaba relacionado con todo.<br />

-He decidido que no quiero que sigas considerándome un monstruo -dijo Lillian.<br />

Ésas fueron las palabras con las que inició la conversación, y durante las<br />

siguientes dos horas le contó más acerca de si misma que durante todas las semanas<br />

anteriores, hablándole de un modo que erosionó gradualmente los sentimientos que<br />

había albergado contra ella. No era que ella se disculpase por nada, no era que él se<br />

apresurase a creer lo que decía, pero poco a poco, a pesar de su cautela y suspicacia,<br />

Sachs comprendió que ella no estaba en mejor situación que él, que la había hecho tan<br />

desgraciada como ella a él.<br />

Tardó un rato, sin embargo. Al principio supuso que sólo era un número, otra<br />

estratagema para mantenerle con los nervios de punta. En el torbellino de insensateces<br />

que le asaltó, incluso consiguió convencerse de que ella sabía que él estaba planeando<br />

huir; como si pudiese leer sus pensamientos, como si hubiese entrado en su cerebro y le<br />

hubiese oído pensar. No había bajado para hacer las paces con él. Había bajado para<br />

ablandarle, para asegurarse de que no levantara el campo antes de haberle dado todo el<br />

dinero. Para entonces Sachs estaba al borde del delirio, y si Lillian no hubiese<br />

mencionado el dinero, él nunca hubiese sabido hasta qué punto la había juzgado mal.<br />

Ése fue el momento en que la conversación dio un giro. Ella empezó a hablar del<br />

dinero, y lo que dijo se parecía tan poco a lo que él esperaba, que de repente se sintió<br />

avergonzado, lo bastante avergonzado como para empezar a escucharla de verdad.<br />

-Me has dado ya cerca de treinta mil dólares -dijo ella-. Continúa entrando, más<br />

y más cada día, y cuanto más dinero hay, más me asusta. No sé cuánto tiempo piensas<br />

continuar con esto, pero treinta mil dólares es suficiente. Es más que suficiente, y creo<br />

que deberíamos parar antes de que las cosas se nos vayan de las manos.<br />

-No podemos parar -se encontró Sachs diciéndole-. No hemos hecho más que<br />

empezar.<br />

-No estoy segura de que pueda soportarlo más.<br />

-Puedes soportarlo. Eres la persona más dura que he visto en mi vida, Lillian.<br />

Con tal que no te preocupes, puedes soportarlo perfectamente.<br />

-No soy dura. No soy dura ni soy buena, y cuando llegues a conocerme, desearás<br />

no haber puesto nunca los pies en esta casa.<br />

-El dinero no tiene nada que ver con la bondad. Tiene que ver con la justicia, y<br />

si la justicia significa algo, tiene que ser igual para todos, tanto si son buenos como si<br />

no.<br />

Entonces ella empezó a llorar, mirándole fijamente y dejando que las lágrimas<br />

corriesen por sus mejillas, sin tocarlas, como si no quisiese reconocer que estaban allí.<br />

Era una forma orgullosa de llorar, pensó Sachs, a la vez una revelación de congoja y<br />

una negativa a someterse a ella, y la respetó por dominarse tan bien. Mientras las<br />

ignorase, mientras no se las secara, esas lágrimas no la humillarían.<br />

A partir de ese momento, Lillian habló casi todo el tiempo, fumando sin parar<br />

mientras sostenía un largo monólogo de arrepentimientos y autorrecriminaciones. A<br />

Sachs le resultó difícil seguir buena parte del mismo, pero no se atrevía a interrumpirla,<br />

temiendo que una palabra equivocada o una pregunta inoportuna la hicieran detenerse.<br />

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