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PAUL AUSTER - Tres Tribus Cine

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muy triste.<br />

-¿Es eso lo que te ha dicho?<br />

-No, pero la vi llorando. Por eso sé que está triste.<br />

-¿Es eso lo que vas a hacer hoy? ¿Ir a ver cómo entierran a tu papá?<br />

-No, no nos dejan ir. El abuelo y la abuela dijeron que no podíamos ir.<br />

-¿Y dónde viven tu abuelo y tu abuela? ¿Aquí en California?<br />

-Creo que no. Es en un sitio muy lejos. Hay que ir allí en avión.<br />

-En el Este, quizá.<br />

-Se llama Maplewood. No sé dónde está.<br />

-¿Maplewood, New Jersey?<br />

-No lo sé. Está muy lejos. Siempre que papá hablaba de ese sitio decía que<br />

estaba en el fin del mundo.<br />

-Te pones triste cuando piensas en tu padre, ¿verdad?<br />

-No puedo remediarlo. Mamá dice que él ya no nos quería, pero me da igual, me<br />

gustaría que volviese.<br />

-Estoy seguro de que él quería volver.<br />

-Eso creo yo. Lo que pasa es que no pudo. Tuvo un accidente y, en lugar de<br />

volver con nosotras, tuvo que irse al cielo.<br />

Sachs pensó que era muy pequeña y sin embargo se comportaba con una<br />

tranquilidad casi aterradora, sus fieros ojitos taladrándole mientras hablaba, impávida,<br />

sin el menor temblor de confusión. Le asombraba que pudiera imitar la actitud de los<br />

adultos tan bien, que pudiera parecer tan dueña de sí misma, cuando en realidad no<br />

sabía nada, no sabía absolutamente nada. La compadeció por su valor, por el fingido<br />

heroísmo de su cara luminosa y seria, y deseó poder retirar todo lo que había dicho y<br />

convertirla de nuevo en una chiquilla, en algo distinto de aquel patético adulto en<br />

miniatura con huecos entre los dientes y una cinta amarilla colgada del pelo rizado.<br />

Mientras terminaba los últimos fragmentos de sus tostadas, Sachs vio en el reloj<br />

de la cocina que eran sólo las siete y media pasadas. Le preguntó a Maria cuánto tiempo<br />

pensaba que su madre seguiría durmiendo, y cuando ella le dijo que podían ser dos o<br />

tres horas más, de pronto se le ocurrió una idea. Vamos a prepararle una sorpresa, dijo,<br />

si nos ponemos a ello ahora, tal vez podamos limpiar toda la planta baja antes de que se<br />

despierte. ¿No estaría bien? Bajará aquí y se encontrará todo ordenado y reluciente.<br />

Seguro que eso le hará sentirse mejor, ¿no crees? La niña dijo que sí. Más que eso,<br />

pareció entusiasmada con la idea, como si estuviera aliviada de que al fin hubiera<br />

aparecido alguien que se hiciera cargo de la situación. Pero debemos hacerlo en<br />

silencio, dijo Sachs, llevándose un dedo a los labios, tan silenciosos como duendes.<br />

Así que los dos se pusieron a trabajar, moviéndose por la cocina en rápida y<br />

silenciosa armonía mientras recogían la mesa, barrían la vajilla rota del suelo y llenaban<br />

el fregadero de agua caliente jabonosa. Para reducir el ruido al mínimo, vaciaron los<br />

platos con los dedos, manchándose las manos con la basura al echar los restos de<br />

comida y colillas en una bolsa de papel. Era un trabajo sucio, y mostraron su asco<br />

sacando la lengua y fingiendo vomitar. Sin embargo, Maria hizo más de lo que le<br />

correspondía, y una vez que la cocina quedó en un estado pasable, marchó al cuarto de<br />

estar con un entusiasmo que no había disminuido, deseosa de pasar a la siguiente tarea.<br />

Eran ya cerca de las nueve y el sol entraba por las ventanas, iluminando delgados<br />

rastros de polvo en el aire. Mientras contemplaban el desastre que tenían delante, y<br />

comentaban por dónde sería mejor que empezaran a atacar, una expresión de recelo<br />

cruzó la cara de Maria. Sin decir una palabra, levantó un brazo y señaló una de las<br />

ventanas. Sachs se volvió y un instante después lo vio. Un hombre de pie en el<br />

jardincillo mirando la casa. Llevaba una corbata a cuadros y una chaqueta de pana<br />

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