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estrechaban, experimentó algo que se parecía a la felicidad, un microscópico<br />
estremecimiento, una oleada de dicha transitoria. Su jugada parecía haber salido bien.<br />
Sólo tenía que bajarse de allí y toda la mascarada habría valido la pena. Su plan era<br />
apoyarse contra Maria y utilizar su cuerpo de apoyo para bajarse de la plataforma (lo<br />
cual prolongaría el contacto entre ellos hasta el último segundo posible), pero justo<br />
cuando Sachs empezaba a desplazar su peso para llevar a cabo esta operación, Agnes<br />
Darwin se enganchaba el tacón del zapato y tropezaba con Maria desde atrás. Sachs<br />
había aflojado su presa sobre la barra de la barandilla y cuando Maria de pronto chocó<br />
con él con un violento empujón, sus dedos se abrieron y sus manos perdieron contacto<br />
con la barra. Su centro de gravedad se elevó, sintió que se precipitaba desde el edificio y<br />
un instante después estaba rodeado de aire.<br />
-No debí tardar mucho en llegar al suelo -dijo-. Tal vez un segundo o dos, tres<br />
como máximo. Pero recuerdo claramente haber tenido más de un pensamiento durante<br />
ese tiempo. Primero vino el horror, el momento del reconocimiento, el instante en que<br />
comprendí que estaba cayendo. Uno creería que eso habría sido todo, que no habría<br />
tiempo de pensar en nada más. Pero el horror no duró. No, eso es falso, el horror<br />
continuó, pero hubo otro pensamiento que creció dentro de mí, algo más fuerte que el<br />
simple horror. Es difícil darle un nombre. Un sentimiento de absoluta certeza, quizá.<br />
Una inmensa y abrumadora sensación de convicción, un sabor a la verdad última.<br />
Nunca había estado tan seguro de nada en mi vida. Primero me di cuenta de que caía,<br />
luego me di cuenta de que estaba muerto. No quiero decir que tenía la sensación de que<br />
iba a morir, quiero decir que ya estaba muerto. Era un hombre muerto que caía por el<br />
aire, y aunque técnicamente aún estaba vivo, yo estaba muerto, tan muerto como un<br />
hombre enterrado en su tumba. No sé de qué manera expresarlo. Mientras caía, ya<br />
estaba más allá del momento de llegar al suelo, más allá del momento del impacto, más<br />
allá del momento de hacerme pedazos. Me había convertido en un cadáver y cuando<br />
choqué con la cuerda de la ropa y aterricé sobre esas toallas y mantas, ya no estaba allí.<br />
Había abandonado mi cuerpo y durante una fracción de segundo me vi desaparecer.<br />
Había preguntas que habría deseado hacerle entonces, pero no le interrumpí.<br />
Sachs tenía dificultad para contar la historia, hablaba en un trance de vacilaciones e<br />
incómodos silencios, y yo temía que una súbita palabra mía le hiciera perder el hilo.<br />
Para ser francos, yo no entendía del todo lo que trataba de decirme. No había duda de<br />
que la caída había sido una experiencia espantosa, pero me sentía confuso por lo mucho<br />
que se esforzaba en describir los pequeños sucesos que la habían precedido. El asunto<br />
con Maria me parecía trivial, carente de verdadera importancia, un trillado cuadro de<br />
costumbres del que no valía la pena hablar. En la mente de Sachs, sin embargo, había<br />
una relación directa, una cosa había causado la otra, lo cual quería decir que no veía la<br />
caída como un accidente o un golpe de mala suerte, sino como una grotesca forma de<br />
castigo. Deseaba decirle que estaba equivocado, que estaba siendo excesivamente duro<br />
consigo mismo, pero no lo hice. Me quedé allí sentado y le escuché mientras continuaba<br />
analizando su propia conducta. Estaba tratando de ofrecerme un relato absolutamente<br />
preciso, deteniéndose en minucias con la paciencia de un teólogo medieval,<br />
esforzándose en expresar cada matiz de su inofensivo coqueteo con Maria en la escalera<br />
de incendios. Era infinitamente sutil, infinitamente trabajado y complejo, y al cabo de<br />
un rato empecé a comprender que aquel drama liliputiense había adquirido para él la<br />
misma magnitud que la propia caída. Ya no había ninguna diferencia. Un rápido y<br />
ridículo abrazo se había convertido en el equivalente moral de la muerte. Si Sachs no<br />
hubiera hablado tan seriamente de ello, yo lo habría encontrado cómico. Desgraciadamente,<br />
no se me ocurrió reírme. Estaba tratando de ser comprensivo, de<br />
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