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PAUL AUSTER - Tres Tribus Cine

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estrechaban, experimentó algo que se parecía a la felicidad, un microscópico<br />

estremecimiento, una oleada de dicha transitoria. Su jugada parecía haber salido bien.<br />

Sólo tenía que bajarse de allí y toda la mascarada habría valido la pena. Su plan era<br />

apoyarse contra Maria y utilizar su cuerpo de apoyo para bajarse de la plataforma (lo<br />

cual prolongaría el contacto entre ellos hasta el último segundo posible), pero justo<br />

cuando Sachs empezaba a desplazar su peso para llevar a cabo esta operación, Agnes<br />

Darwin se enganchaba el tacón del zapato y tropezaba con Maria desde atrás. Sachs<br />

había aflojado su presa sobre la barra de la barandilla y cuando Maria de pronto chocó<br />

con él con un violento empujón, sus dedos se abrieron y sus manos perdieron contacto<br />

con la barra. Su centro de gravedad se elevó, sintió que se precipitaba desde el edificio y<br />

un instante después estaba rodeado de aire.<br />

-No debí tardar mucho en llegar al suelo -dijo-. Tal vez un segundo o dos, tres<br />

como máximo. Pero recuerdo claramente haber tenido más de un pensamiento durante<br />

ese tiempo. Primero vino el horror, el momento del reconocimiento, el instante en que<br />

comprendí que estaba cayendo. Uno creería que eso habría sido todo, que no habría<br />

tiempo de pensar en nada más. Pero el horror no duró. No, eso es falso, el horror<br />

continuó, pero hubo otro pensamiento que creció dentro de mí, algo más fuerte que el<br />

simple horror. Es difícil darle un nombre. Un sentimiento de absoluta certeza, quizá.<br />

Una inmensa y abrumadora sensación de convicción, un sabor a la verdad última.<br />

Nunca había estado tan seguro de nada en mi vida. Primero me di cuenta de que caía,<br />

luego me di cuenta de que estaba muerto. No quiero decir que tenía la sensación de que<br />

iba a morir, quiero decir que ya estaba muerto. Era un hombre muerto que caía por el<br />

aire, y aunque técnicamente aún estaba vivo, yo estaba muerto, tan muerto como un<br />

hombre enterrado en su tumba. No sé de qué manera expresarlo. Mientras caía, ya<br />

estaba más allá del momento de llegar al suelo, más allá del momento del impacto, más<br />

allá del momento de hacerme pedazos. Me había convertido en un cadáver y cuando<br />

choqué con la cuerda de la ropa y aterricé sobre esas toallas y mantas, ya no estaba allí.<br />

Había abandonado mi cuerpo y durante una fracción de segundo me vi desaparecer.<br />

Había preguntas que habría deseado hacerle entonces, pero no le interrumpí.<br />

Sachs tenía dificultad para contar la historia, hablaba en un trance de vacilaciones e<br />

incómodos silencios, y yo temía que una súbita palabra mía le hiciera perder el hilo.<br />

Para ser francos, yo no entendía del todo lo que trataba de decirme. No había duda de<br />

que la caída había sido una experiencia espantosa, pero me sentía confuso por lo mucho<br />

que se esforzaba en describir los pequeños sucesos que la habían precedido. El asunto<br />

con Maria me parecía trivial, carente de verdadera importancia, un trillado cuadro de<br />

costumbres del que no valía la pena hablar. En la mente de Sachs, sin embargo, había<br />

una relación directa, una cosa había causado la otra, lo cual quería decir que no veía la<br />

caída como un accidente o un golpe de mala suerte, sino como una grotesca forma de<br />

castigo. Deseaba decirle que estaba equivocado, que estaba siendo excesivamente duro<br />

consigo mismo, pero no lo hice. Me quedé allí sentado y le escuché mientras continuaba<br />

analizando su propia conducta. Estaba tratando de ofrecerme un relato absolutamente<br />

preciso, deteniéndose en minucias con la paciencia de un teólogo medieval,<br />

esforzándose en expresar cada matiz de su inofensivo coqueteo con Maria en la escalera<br />

de incendios. Era infinitamente sutil, infinitamente trabajado y complejo, y al cabo de<br />

un rato empecé a comprender que aquel drama liliputiense había adquirido para él la<br />

misma magnitud que la propia caída. Ya no había ninguna diferencia. Un rápido y<br />

ridículo abrazo se había convertido en el equivalente moral de la muerte. Si Sachs no<br />

hubiera hablado tan seriamente de ello, yo lo habría encontrado cómico. Desgraciadamente,<br />

no se me ocurrió reírme. Estaba tratando de ser comprensivo, de<br />

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