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alma. Vestida con un taparrabos de pedrería y unos tacones de cinco centímetros,<br />
sacudió el cuerpo al ritmo de un estruendoso rock and roll y observó a los hombres que<br />
la miraban fijamente. Agitó el trasero ante ellos, se pasó la lengua por los labios, les<br />
guiñó un ojo seductoramente cuando ellos le deslizaban billetes de un dólar y la<br />
apremiaban a continuar. Como con todo lo demás que intentó, a Maria se le daba bien<br />
aquello. Una vez que se puso en marcha, no hubo forma de pararla.<br />
Que yo sepa, sólo en una ocasión fue demasiado lejos. Sucedió en la primavera<br />
de 1976, y los efectos últimos de su erróneo cálculo resultaron catastróficos. Se<br />
perdieron por lo menos dos vidas, y aunque esto pasó años después, la relación entre el<br />
pasado y el presente es ineludible. Maria fue el vínculo entre Sachs y Lillian Stern, y de<br />
no ser por la costumbre de Maria de cortejar cualquier tipo de dificultades que se le<br />
pusieran por delante, Lillian Stern nunca habría entrado en escena. A partir del<br />
momento en que Maria apareció en el piso de Sachs en 1979, se hizo posible un<br />
encuentro entre Sachs y Lillian Stern. Fueron necesarias varias piruetas increíbles más<br />
antes de que esa posibilidad se realizase, pero el origen de cada una de ellas se remonta<br />
directamente a Maria. Mucho antes de que nosotros la conociésemos, salió una mañana<br />
para comprar película para su cámara, vio una libreta negra de direcciones tirada en el<br />
suelo y la recogió. Ése fue el suceso que inició toda la triste historia. Maria abrió la<br />
libreta y el diablo salió volando, salió volando un azote de violencia, confusión y<br />
muerte.<br />
Era una de esas libretas de direcciones corrientes fabricadas por la Schaeffer<br />
Eaton Company, de unos quince centímetros de largo por diez de ancho, con las tapas<br />
flexibles de imitación piel, encuadernación con espiral y media circunferencia para cada<br />
letra del alfabeto. Era un objeto muy usado, con más de doscientos nombres,<br />
direcciones y números de teléfono. El hecho de que muchas de las anotaciones estuviesen<br />
tachadas y reescritas, que casi en cada página se hubiese utilizado una variedad de<br />
instrumentos de escritura (bolígrafos azules, rotuladores negros, lápices verdes), sugería<br />
que había pertenecido a su propietario durante mucho tiempo. La primera idea de Maria<br />
fue devolverlo, pero, como ocurre a menudo con los objetos personales, el propietario<br />
no había escrito su nombre en la libreta. Ella lo buscó en todos los lugares lógicos -la<br />
parte interior de las tapas, la primera página-, pero el nombre no aparecía por ninguna<br />
parte. No sabiendo qué hacer con ella, la dejó caer en su bolsa y se la llevó a casa.<br />
La mayoría de la gente se habría olvidado de ella, creo yo, pero Maria no era<br />
persona que rehuyese las oportunidades inesperadas o hiciese caso omiso de las<br />
insinuaciones del azar. A la hora de irse a la cama ya había ideado un plan para su<br />
siguiente proyecto. Sería un trabajo muy elaborado, mucho más difícil y complicado<br />
que todo lo que había intentado antes, pero el alcance del mismo la puso en un estado de<br />
intensa excitación. Estaba casi segura de que el dueño de la libreta de direcciones era un<br />
hombre. La escritura tenía un aspecto masculino; había más nombres de hombres que de<br />
mujeres; el cuaderno estaba muy deteriorado, como si hubiese sido maltratado. En una<br />
de esas repentinas y ridículas iluminaciones de las que todo el mundo es presa, imaginó<br />
que estaba destinada a enamorarse del dueño de la libreta. Duró solamente un segundo o<br />
dos, pero en ese tiempo le vio como el hombre de sus sueños: guapo, inteligente,<br />
cariñoso; un hombre mejor que ninguno de los que había amado hasta entonces. La<br />
visión se dispersó, pero entonces ya era demasiado tarde. La libreta se había<br />
transformado para ella en un objeto mágico, un almacén de oscuras pasiones y deseos<br />
soterrados. El azar la había conducido hasta ella, pero ahora que era suya, la veía como<br />
un instrumento del destino.<br />
Aquella primera noche estudió las anotaciones y no encontró ningún nombre que<br />
le resultase conocido. Pensó que aquél era el punto de partida perfecto. Emprendería el<br />
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