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PAUL AUSTER - Tres Tribus Cine

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americana.<br />

Al principio de la segunda semana sus días seguían ya una pauta regular.<br />

Después de llevar a Maria al colegio volvía andando a casa, fregaba los platos del<br />

desayuno y a continuación se dirigía en coche a dos bancos de su lista. Una vez<br />

realizadas las retiradas (con alguna ocasional visita a un tercer banco con el fin de sacar<br />

dinero para él), se iba a uno de los cafés de Telegraph Avenue, se instalaba en un rincón<br />

tranquilo y pasaba una hora bebiendo cappuccinos mientras lela el San Francisco<br />

Chronicle y el New York Times. Ambos periódicos informaban sorprendentemente poco<br />

respecto al caso. El Times había dejado de hablar de la muerte de Dimaggio incluso<br />

antes de que Sachs se fuera de Nueva York y, exceptuando una breve entrevista con un<br />

capitán de la policía de Vermont, no volvieron a publicar nada más. En cuanto al<br />

Chronicle, también parecía estar cansándose del asunto. Después de una racha de<br />

artículos acerca del movimiento ecológico y los Hijos del Planeta (todos ellos escritos<br />

por Tom Mueller), dejaron de mencionar el nombre de Dimaggio. Sachs se sintió<br />

aliviado por ello, pero aunque la presión hubiese disminuido, nunca se atrevió a suponer<br />

que no pudiera volver a aumentar. Durante toda su estancia en California continuó<br />

examinando los periódicos todas las mañanas. Se convirtió en su religión privada, su<br />

forma de oración diaria. Repasa los periódicos y contén el aliento. Asegúrate de que no<br />

te están siguiendo. Asegúrate de que puedes seguir viviendo otras veinticuatro horas.<br />

El resto de la mañana y las primeras horas de la tarde las dedicaba a tareas<br />

prácticas. Como cualquier otra ama de casa americana, hacia la compra, limpiaba,<br />

llevaba la ropa sucia a la lavandería, se preocupaba de comprar la marca adecuada de<br />

mantequilla de cacahuete para el almuerzo que la niña se llevaba al colegio. Los días<br />

que le sobraba tiempo se detenía en la juguetería del barrio antes de recoger a Maria. Se<br />

presentaba en el colegio con muñecas y cintas para el pelo, con cuentos y lápices de<br />

colores, con yoyós, chicle y pendientes adhesivos. No lo hacía para sobornarla. Era una<br />

simple muestra de afecto, y cuanto más la conocía más en serio se tomaba el trabajo de<br />

hacerla feliz. Sachs nunca había pasado mucho tiempo con niños, y le asombró<br />

descubrir cuánto esfuerzo implicaba cuidarlos. Fue preciso un enorme ajuste interior,<br />

pero una vez que se adaptó al ritmo de las demandas de Maria, empezó a recibirlas con<br />

alegría, a disfrutar del esfuerzo en sí mismo. Incluso cuando ella no estaba le mantenía<br />

ocupado. Era un remedio contra la soledad, una forma de aliviar la pesada carga de<br />

tener que pensar siempre en sí mismo. Cada día ponía mil dólares en el congelador. Los<br />

billetes estaban guardados en una bolsa de plástico para protegerlos de la humedad, y<br />

cada vez que Sachs añadía un nuevo plazo, comprobaba si ella había retirado parte del<br />

dinero. No habla tocado ni un solo billete. Pasaron dos semanas y la suma continuaba<br />

incrementándose mil dólares al día. Sachs no tenía ni idea de cómo interpretar ese<br />

desapego, ese extraño desinterés por lo que le había dado. ¿Significaba que no quería<br />

participar de ello, que se negaba a aceptar sus condiciones? ¿O le estaba diciendo que el<br />

dinero no era importante, que no tenía nada que ver con su decisión de permitirle vivir<br />

en la casa? Ambas interpretaciones tenían sentido, y por lo tanto se anulaban la una a la<br />

otra y él no tenía forma de entender lo que estaba sucediendo en la mente de Lillian, de<br />

descifrar los hechos con los que se enfrentaba.<br />

Ni siquiera su creciente intimidad con Maria parecía afectar a Lillian. No<br />

provocaba ataques de celos ni sonrisas de aliento. Ninguna respuesta que él pudiera<br />

medir. Entraba en casa mientras él y la niña estaban acurrucados en el sofá leyendo un<br />

libro, o tirados en el suelo dibujando, o preparando una fiesta para las muñecas, y lo<br />

único que hacía era decir hola, darle un beso mecánico a su hija en la mejilla y luego<br />

subir a su cuarto, donde se cambiaba de ropa para volver a salir. No era más que un<br />

espectro, una hermosa aparición que entraba y salía de casa a intervalos irregulares sin<br />

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