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PAUL AUSTER - Tres Tribus Cine

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Pasó cerca de una hora en el cuarto de baño del piso de arriba; primero en<br />

remojo en la bañera, luego afeitándose delante del espejo. Le resultaba absolutamente<br />

extraño estar allí, desnudo y acostado en el agua mientras miraba las cosas de Lillian:<br />

los infinitos tarros de cremas y lociones, los lápices de labios, los estuches de sombra de<br />

ojos, los jabones, los esmaltes de uñas y los perfumes. Había una forzada intimidad en<br />

todo ello que le excitaba y le repugnaba a la vez. Ella le había permitido entrar en su<br />

reino secreto, el lugar donde realizaba sus rituales más íntimos y sin embargo, incluso<br />

allí, sentado en el corazón de su reino, no estaba más cerca de ella que antes. Podía oler<br />

y tocar todo lo que quisiera, lavarse la cabeza con su champú, afeitarse la barba con su<br />

maquinilla, lavarse los dientes con su cepillo, y, sin embargo, el hecho de que ella le<br />

hubiera permitido hacer todas estas cosas sólo demostraba lo poco que le importaban.<br />

No obstante, el baño le relajó, le hizo sentirse casi adormilado y durante varios<br />

minutos vagó por las habitaciones del piso de arriba, secándose distraídamente el pelo<br />

con una toalla. Había tres dormitorios pequeños en el segundo piso. Uno de ellos era de<br />

Maria, el otro pertenecía a Lillian y el tercero, poco mayor que un armario grande,<br />

evidentemente habla servido en otro tiempo como estudio de Dimaggio. Estaba<br />

amueblado con una mesa de despacho y una librería, pero habían metido tantos trastos<br />

en sus estrechos confines (cajas de cartón, montones de ropa vieja y juguetes, un<br />

televisor en blanco y negro) que Sachs no hizo más que asomar la cabeza antes de cerrar<br />

de nuevo la puerta. Luego entró en el cuarto de Maria, y curioseó sus muñecas y sus<br />

libros, las fotos de la guardería en la pared, los juegos de mesa y los animales de<br />

peluche. A pesar de que estaba desordenado, el cuarto resultó estar en mejores<br />

condiciones que el de Lillian. Este era la capital del desastre, el cuartel general de la<br />

catástrofe. Tomó nota de la cama sin hacer, los montones de ropa y lencería tirados por<br />

todas partes, el televisor portátil coronado por dos tazas de café manchadas de lápiz de<br />

labios, las revistas y los libros esparcidos por el suelo. Sachs examinó algunos de los<br />

títulos que había a sus pies (una guía ilustrada de masajes orientales, un estudio sobre la<br />

reencarnación, un par de novelas policíacas de bolsillo, una biografía de Louise Brooks)<br />

y se preguntó si se podía sacar alguna conclusión de aquel surtido. Luego, casi en un<br />

rapto, empezó a abrir los cajones de la cómoda y a revisar la ropa de Lillian,<br />

examinando sus bragas, sus sostenes y sus medias, sosteniendo cada artículo en la mano<br />

un momento antes de pasar al siguiente. Después de hacer lo mismo con lo que había en<br />

el armario, volvió su atención a las mesillas de noche, recordando repentinamente la<br />

amenaza que ella le había hecho la noche anterior. Después de mirar a ambos lados de<br />

la cama, sin embargo, concluyó que le había mentido. No encontró ninguna pistola.<br />

Lillian había desconectado el teléfono, y en el mismo instante en que él lo<br />

enchufó de nuevo, empezó a sonar. El ruido le hizo dar un salto, pero, en lugar de<br />

contestar, se sentó en la cama y esperó a que la persona que llamaba renunciase. El<br />

timbre sonó dieciocho o veinte veces más. En cuanto cesó, Sachs lo cogió y marcó el<br />

número de Maria Turner en Nueva York. Ahora que ella había hablado con Lillian, no<br />

podía posponerlo por más tiempo. No se trataba únicamente de aclarar malentendidos<br />

entre ellos, se trataba de limpiar su conciencia. Aunque sólo fuera eso, le debía una<br />

explicación, una disculpa por haberse marchado de su casa como lo hizo.<br />

Se imaginaba que estaba enfadada, pero no se había preparado para la andanada<br />

de insultos que siguió. En cuanto ella oyó su voz, empezó a llamarle de todo: idiota,<br />

hijoputa, traidor. Nunca la había oído hablar así -a nadie, en ninguna circunstancia-, y<br />

su furia se hizo tan grande, tan monumental, que pasaron varios minutos hasta que le<br />

permitió hablar. Sachs estaba mortificado. Mientras permanecía allí sentado<br />

escuchándola, comprendió finalmente algo que había sido demasiado estúpido para<br />

reconocer en Nueva York. Maria se había enamorado de él y, aparte de todas las<br />

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