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PAUL AUSTER - Tres Tribus Cine

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-Estoy tratando de decidir si debo compadecerte o sólo abrir la boca y gritar.<br />

-No tienes por qué hacer ni una cosa ni la otra.<br />

-No, supongo que no. Puedo olvidarme de ti, ¿no es eso? Siempre cabe esa<br />

opción.<br />

-Puedes hacer lo que quieras, Maria.<br />

-Cierto. Y si quieres correr riesgos, allá tú. Pero recuerda que te lo dije, ¿de<br />

acuerdo? Recuerda que traté de hablarte como amiga.<br />

Estaba muy alterado cuando colgaron. Las últimas palabras de Maria habían<br />

sido una especie de despedida, una declaración de que ya no estaba con él. No<br />

importaba qué les hubiera llevado al desacuerdo, que éste hubiera sido provocado por<br />

los celos, por una declaración sincera, o por una combinación de las dos cosas. El<br />

resultado era que ya no podría recurrir a ella. Aunque Maria no pretendiera que él se lo<br />

tomase así, aunque se alegrara de volver a tener noticias suyas, la conversación había<br />

dejado demasiadas nubes, demasiadas incertidumbres. ¿Cómo podría acudir a ella en<br />

busca de ayuda cuando el mero hecho de hablar con él le causaría dolor? Él no había<br />

querido ir tan lejos, pero una vez las palabras habían sido pronunciadas, comprendía<br />

que había perdido a su aliada, a la única persona con la que podía contar para que le<br />

ayudase. Llevaba en California poco menos de un día y sus naves ya estaban ardiendo.<br />

Podría haber reparado el daño llamándola de nuevo, pero no lo hizo. En lugar de<br />

eso volvió al cuarto de baño, se vistió, se cepilló el pelo con el cepillo de Lillian y se<br />

pasó las siguientes ocho horas y media limpiando la casa. De vez en cuando hacía una<br />

pausa para comer algo, rebuscando en la nevera y en los armarios de la cocina hasta<br />

encontrar algo comestible (sopa de lata, salchichas de hígado, frutos secos), pero aparte<br />

de eso trabajó sin interrupción hasta más de las nueve. Su objetivo era dejar la casa<br />

impecable, convertida en un modelo de orden y tranquilidad domésticos. No podía<br />

hacer nada con los muebles deteriorados, naturalmente, ni con los techos agrietados de<br />

los dormitorios o el esmalte herrumbroso de los fregaderos, pero por lo menos podía<br />

dejar la casa limpia. Atacando las habitaciones una por una, restregó, quitó el polvo,<br />

pulió y ordenó avanzando metódicamente de la parte de atrás a la de delante, de la<br />

planta baja al primer piso, de la mayor suciedad a la menor. Fregó los retretes,<br />

reorganizó los cubiertos, dobló y guardó ropa, recogió piezas de rompecabezas,<br />

utensilios de un juego de té en miniatura, los miembros amputados de muñecas de<br />

plástico. Por último, reparó las patas de la mesa del comedor, sujetándolas con un<br />

surtido de clavos y tornillos que encontró en el fondo de un cajón de la cocina. La única<br />

habitación que no tocó fue el estudio de Dimaggio. No le apetecía volver a abrir la<br />

puerta, pero aunque hubiese deseado entrar allí, no habría sabido qué hacer con todos<br />

los trastos. Le quedaba poco tiempo ya y no habría podido terminar el trabajo.<br />

Sabía que debía marcharse. Lillian había dejado claro que no quería que<br />

estuviera en la casa cuando ella volviese, pero en lugar de coger el coche e ir a buscar<br />

un motel, volvió al cuarto de estar, se quitó los zapatos y se tumbó en el sofá. Sólo<br />

quería descansar unos minutos, estaba cansado por todo el trabajo que había hecho y le<br />

parecía que no había nada de malo en quedarse un rato más. A las diez, sin embargo,<br />

aún no se había dirigido a la puerta. Sabía que contrariar a Lillian podía ser peligroso,<br />

pero la idea de salir por la noche le llenaba de temor. En la casa se sentía seguro, más<br />

seguro que en ninguna parte, y aunque no tenía derecho a tomarse esta libertad,<br />

sospechaba que no sería mala cosa que al entrar le encontrase allí. Se quedaría<br />

sorprendida, tal vez, pero al mismo tiempo esto afirmaría una cuestión importante, la<br />

única cuestión que era preciso dejar bien sentada. Ella vería que no había forma de<br />

librarse de él, que él era ya un hecho ineludible en su vida. Dependiendo de cómo<br />

respondiera, él podría juzgar si lo había entendido así o no.<br />

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