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Elon Musk El empresario que anticipa el futuro

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Los empleados de SpaceX viajaban a Kwaj en el jet de Musk o utilizaban

vuelos comerciales con escala en Hawái. Se alojaban en apartamentos de dos

dormitorios en la isla de Kwajalein, más parecidas a cuartos de residencias de

estudiantes que a habitaciones de hotel, con sus escritorios y sus cómodas

militares. Los materiales que necesitaban los ingenieros había que llevarlos en el

avión de Musk o, con más frecuencia, en barco desde Hawái o la costa de

Estados Unidos. Cada día, el equipo de SpaceX reunía todo lo que necesitaba y

hacía un viaje en barco de cuarenta y cinco minutos hasta Omelek, una isla de

tres hectáreas cubierta de palmeras y vegetación que iban a convertir en su

plataforma de lanzamiento. A lo largo de varios meses, pequeños grupos de

personal limpiaron la maleza, vertieron hormigón para construir la base de la

plataforma y convirtieron una caravana de doble ancho en sus oficinas. El

trabajo era agotador, la humedad era terrible y el sol quemaba la piel por debajo

de la camiseta. Al final, algunos miembros del equipo prefirieron pasar la noche

en Omelek en lugar de volver en barco cruzando las agitadas aguas hasta la isla

principal. «Algunas oficinas se convirtieron en dormitorios con colchones y

catres —dice Hollman—. Después enviamos un frigorífico estupendo y una

buena plancha e instalamos una ducha. Intentamos que no fuera un lugar donde

acampar, sino un sitio donde vivir.»

El sol salía a las siete de la mañana, y a esa misma hora empezaba a trabajar

el equipo de SpaceX. Se celebraban una serie de reuniones con personas que

tomaban nota de lo que había que hacer, y se hablaba de los problemas para

encontrar soluciones. Cuando llegaron las grandes estructuras, los trabajadores

colocaron en horizontal el cuerpo del cohete en un hangar improvisado y se

pasaron horas ensamblando todas sus partes. «Siempre había algo que hacer —

dice Hollman—. Si no fallaba el motor, era la aviónica o el software lo que daba

problemas.» Los ingenieros dejaban de trabajar a las siete de la tarde. «Alguien

decía que le apetecía cocinar y preparaba carne con patatas y pasta —cuenta

Hollman—. Teníamos un reproductor de DVD y un montón de películas, y

bastantes nos dedicamos a pescar en los muelles.» Para muchos de los

ingenieros, aquella fue una experiencia tortuosa pero mágica. «En Boeing podías

sentirte a gusto, pero en SpaceX las cosas funcionaban de otra forma —afirma

Walter Sims, un experto en tecnología de la empresa que mientras estuvo en

Kwaj encontró tiempo para sacarse el permiso de buceo—. Cada persona que

había ido a la isla era una puta estrella, y siempre estaban organizando

seminarios sobre radios o sobre el motor. Aquel lugar te llenaba de vida.»

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