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Elon Musk El empresario que anticipa el futuro

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faltaban y logró que le pusiera un 100 —dice Justine—. Parecía que siempre

estuviéramos compitiendo.» Pero Musk también tenía una vena romántica. En

cierta ocasión le envió a Wilson una docena de rosas, cada una con su propia

nota, y le regaló un ejemplar de El profeta lleno de anotaciones románticas.

«Sabe hacerte perder la cabeza», afirma Justine.

Durante sus años en la universidad, los dos jóvenes tuvieron sus más y sus

menos; Musk tuvo que emplearse a fondo para que la relación no se rompiera.

«Era una chica muy molona, quedaba con los chicos más guais y no le interesaba

Elon —según Maye—. Aquello fue duro para él.» Musk fue detrás de alguna

que otra chica, pero una y otra vez volvía con Justine. Cuando ella se mostraba

fría con él, Musk respondía con su habitual demostración de fuerza. «Llamaba

insistentemente —recordaba Justine—. Sabías que era Elon porque el teléfono

nunca dejaba de sonar. No es un hombre que acepte un no por respuesta. No

puedes dejar de hacerle caso. Es como Terminator. Se fija en algo y dice: “Tiene

que ser mío”. Me fue ganando poco a poco.»

Musk estaba a gusto en la universidad. Se esforzó en dejar de parecer un

sabihondo y encontró a un grupo de personas que respetaban sus capacidades

intelectuales. Los estudiantes universitarios estaban menos inclinados a reírse o a

burlarse de él por sus contundentes opiniones sobre la energía, el espacio o

cualquier cosa que lo fascinara en aquel momento. Había encontrado a gente que

respetaba su ambición en vez de burlarse de ella, y aquel ambiente le daba alas.

Navaid Farooq, un canadiense criado en Ginebra, fue a parar a la residencia

universitaria para estudiantes de primer año donde estaba Musk en el otoño de

1990. Los dos se alojaban en la sección internacional, en la que cada alumno

canadiense compartía habitación con uno extranjero. Musk venía a ser una

excepción a la norma, puesto que técnicamente era canadiense, pero apenas

sabía nada de su país. «Compartí cuarto con un chico de Hong Kong, un tipo

francamente agradable —recuerda Musk—. Atendía religiosamente a todas las

clases, lo que era de gran ayuda, porque yo asistía al menor número posible.»

Durante un tiempo, Musk se dedicó a vender ordenadores completos y piezas

sueltas en la residencia para sacarse un poco de dinero extra. «Construía

productos adaptados a las necesidades de cada estudiante, como una máquina

tragaperras trucada o un simple procesador de texto más baratos que lo que

costarían en una tienda —explica Musk—. O, si el ordenador no arrancaba o

tenía un virus, yo lo arreglaba. Podía solucionar prácticamente cualquier

problema.» La amistad entre Farooq y Musk se fraguó entre conversaciones

sobre su vida en el extranjero y sobre su común interés en los juegos de

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