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Elon Musk El empresario que anticipa el futuro

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esenciales más. Musk había vuelto a ser aquel niño que devoraba información, y

como resultado de todas aquellas reflexiones había llegado a la conclusión de

que era posible construir cohetes por un precio mucho menor al que pedían los

rusos. Adiós a los ratones y a la planta que crecería —o probablemente moriría

— en Marte. Musk lograría que el público volviera a pensar en la posibilidad de

explorar el espacio abaratando los costes de las operaciones.

A medida que los rumores sobre los planes de Musk se fueron expandiendo

por la comunidad espacial, se generó un escepticismo colectivo. Tipos como

Zubrin habían visto muchos casos semejantes. «Un ingeniero contactaba con un

multimillonario y le vendía una buena historia —dice Zubrin—. Si combinamos

mis conocimientos y su dinero, construiremos un cohete espacial que será

rentable y abrirá las fronteras espaciales. El cerebrito solía gastarse el dinero del

ricachón durante un par de años, hasta que este se cansaba y cortaba el grifo.

Cuando nos enteramos de lo de Elon, todo el mundo dio un suspiro y dijo: “Vale,

podía haberse gastado diez millones de dólares en enviar unos ratones al espacio,

pero ahora se va a gastar cientos de millones probablemente para nada, como

todos los que lo han precedido”.»

Aunque Musk era perfectamente consciente de los riesgos que entrañaba

poner en pie una empresa de cohetes, al menos tenía una razón para pensar que

podía tener éxito donde otros habían fracasado. Y la razón se llamaba Tom

Mueller.

Mueller era hijo de un leñador y se había criado en St. Maries, un

pueblecito de Idaho donde se había ganado la reputación de ser un bicho raro.

Mientras los demás chavales exploraban los bosques en pleno invierno, Mueller

se refugiaba en el calor de la biblioteca para leer libros o se quedaba en casa

viendo Star Trek. Además, le gustaba arreglar trastos. Un día, de camino a la

escuela, Mueller descubrió un reloj roto tirado en una callejuela y decidió

repararlo. Cada día arreglaba alguna parte —una rueda, un muelle—, hasta que

logró que volviera a funcionar. Hizo algo similar con el cortacésped: una tarde lo

desmontó en el patio delantero para divertirse. «Cuando mi padre volvió a casa

se puso furioso, porque creía que tendría que comprar uno nuevo —recuerda

Mueller—. Pero lo volví a montar y funcionó.» Se enamoró de los cohetes.

Empezó a comprar kits por correo y a montarlos siguiendo las instrucciones. No

pasó mucho tiempo hasta que fue capaz de fabricar sus propios aparatos. A los

doce años de edad construyó un transbordador de juguete que podía ensamblarse

con un cohete que lo lanzaba, y luego descendía planeando. Un par de años

después, para un proyecto de ciencias, Mueller tomó prestado el soldador de su

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