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Angusola y los cuchillos

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—Me pregunto dónde estarán Vigo, la mujer y el inglés<br />

—dijo Morey.<br />

Prado y Morey siguieron ocultos durante dos semanas.<br />

—Todavía confío en que manden un barco –dijo Prado.<br />

—¿Piensas aún continuar la empresa?<br />

—No de este modo. No hasta que haya convencido a<br />

esos ricachos de que conviene organizar en forma una<br />

Marina. Pero Aguilera tiene que haber hecho algo.<br />

Una india joven <strong>los</strong> atendía. Por primera vez Morey<br />

veía a Prado inmóvil. Pero cuando no tenía algo definitivo<br />

que hacer, el marino se quedaba en una quietud tal<br />

que parecía un ídolo. La india vino corriendo, una tarde,<br />

con una carta del gobernador. Un velero de tres pa<strong>los</strong><br />

había asomado al horizonte a la puesta del sol. Morey<br />

se puso en pie, muscu<strong>los</strong>o y monumental, mientras Prado<br />

leía la carta sentado en el suelo.<br />

—Ese debe ser el inglés —dijo Morey.<br />

Miraba por la ventana, hacia el mar oscurecido, como<br />

queriendo penetrar la sombra con sus ojos negros. Prado<br />

se puso en pie de un salto.<br />

—¡Es Aguilera!<br />

Era Quesada. Aguilera seguía enfermo. A bordo venía<br />

su hijo Miguel Luis. Prado y Morey fueron a reunirse<br />

con el<strong>los</strong>. Quesada traía una tripulación de negros<br />

jamaiquinos y navegaba con bandera inglesa. El Céspedes<br />

se había apagado hacía tiempo. Todavía sobresalía<br />

del agua un trozo de proa carbonizada. Quesada se dio<br />

cuenta al punto de que era el Céspedes.<br />

—No necesitas contarme nada —le dijo a Prado—. Mala<br />

suerte.<br />

Estaban juntos en cubierta. Los cuatro se quedaron<br />

callados. Apenas se veían unos a otros. Miguel Luis rompió<br />

el silencio.<br />

—¿Qué hacemos ahora?<br />

—Por de pronto, carga el café —repuso Prado—. Luego<br />

ya veremos.<br />

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