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Angusola y los cuchillos

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Volvió a abrazarme con aquel abrazo de oso. Me zarandeó<br />

por toda la sala. Luego dio vuelta, y gritó, yendo<br />

hacia la puerta:<br />

—Ya tú sabes. Hay que ser fuertes —y se echó al camino.<br />

Yo lo seguí, pero antes de que pudiera alcanzarlo,<br />

había saltado a la calzada, y subido al auto que lo esperaba.<br />

Este salió dando brincos, envuelto en el polvo.<br />

IV<br />

El lunes, temprano, mandé <strong>los</strong> niños a casa de mi hermana.<br />

Por unos días al menos, quería estar sola. No<br />

sabía por qué, ni para qué. Pero no me hice preguntas.<br />

Quería estar sola, y pensar. Quizás quisiera llorar, pero<br />

no podía. No hubo explicaciones. Andrea estaba sola,<br />

en casa, y cuando le dije lo ocurrido (pero no por qué<br />

había ocurrido) ella dijo tan sólo:<br />

—No pienses, hermana. Lo que tiene que suceder, sucede.<br />

Volví a casa, caminando, y me estuve mucho tiempo<br />

bajo la ducha.<br />

Cuando salí, había alguien en la puerta. Lo reconocí<br />

en seguida. Era un hombre pequeño, rechoncho, de cara<br />

prieta y redonda y grandes ojos de sapo. Pero su voz era<br />

afable. Lo invité a pasar:<br />

—Entre, Felipe. Lo estaba esperando.<br />

Le hice café y él se lo tomó a buches, revolviéndo<strong>los</strong><br />

en la boca con la lengua. Algo quería decir que no salía.<br />

Yo traté de romper el hielo:<br />

—Mario me ha dicho que...<br />

No pude seguir. Me volví de golpe, sentí que una ola<br />

cálida me subía al rostro. Corrí al cuarto y entonces ocurrió.<br />

Lo que no había ocurrido en varios años. Algo (no sé<br />

por qué, no sé cómo) se abrió en mí. Era como un dique.<br />

Me arrojé de bruces sobre la cama y rompí a llorar.<br />

Lloré, quizás, una hora. Felipe no se movió de la sala.<br />

La puerta del tabique estaba abierta, y él podía verme,<br />

pulsando, como una ola, sobre las sábanas. Al fin me<br />

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