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la mujer veía en mí la baja opinión que tenía de el<strong>los</strong>.<br />
Cuestiones psicológicas, si tú sabes lo que es eso. Uno<br />
cambia con el tiempo. Uno llega a no distinguir entre<br />
nacionalidades. En el presidio, por ejemplo…<br />
Pues allí iba yo, bastante regular cuando un día… La<br />
dueña del hotel tenía un hijo. Era un joven menudo,<br />
algo menor que yo, y de una sonrisa angelical. Tenía<br />
una piel fina, unos ojos negros, un pelo castaño y ondeado.<br />
Daba gusto. Vestido de mujer, nadie diría que<br />
su nombre era Roberto. Se pasaba el día en la oficina,<br />
rasguñando en <strong>los</strong> libros, y cuando hablaba con alguno<br />
de <strong>los</strong> huéspedes lo hacía con gran soltura y animación.<br />
Con <strong>los</strong> empleados, sin embargo, no era así. Aunque<br />
a mí, como su madre, me distinguía, y hasta tenía<br />
frases de camarada. A veces, cuando no había otra cosa<br />
que hacer de precisión, me llamaba a su lado y me enseñaba<br />
a hacer <strong>los</strong> asientos. Cuestión de pereza, supongo.<br />
La mitad del tiempo se lo pasaba en un sillón<br />
con las piernas encaramadas sobre el brazo, tirando de<br />
la boquilla, o se iba a la habitación de alguna huéspeda.<br />
Más lindas que las había en aquella casa… Una sobre<br />
todo. Se llamaba Georgette, y salía a la calle con aquel<br />
fiñe y nunca supe que tuviera familia. Hoy ya no me<br />
extrañaría. ¡Qué iba a extrañarme! Pero, en aquel tiempo,<br />
era yo un guajirito sin malicia y todo imaginación.<br />
Contrastes que hay en uno. Pues bien, este hijo de la<br />
hotelera, que se llamaba Roberto, comenzó a fascinarme.<br />
No; yo no sé por qué. No me había hecho ningún<br />
daño y no tenía ningún motivo especial para tirar contra<br />
él. Lo veía salir con la chiquita, entrar de vuelta en<br />
su habitación, azucarar con ella en <strong>los</strong> pasil<strong>los</strong>, pero<br />
nada más. Entonces me metía en mi cuarto y me ponía a<br />
imaginar. ¡Las cosas que yo veía! Oía sus palabras, sentía<br />
sus besos y su piel —la de ella— rozaba la yema de<br />
mis dedos como una seda cálida. No era envidia, ni rivalidad,<br />
sin embargo, lo que sentía respecto a él. Hubiera<br />
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