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64<br />
El comisario ciego<br />
El comisario llegó solo.<br />
—He perdido toda la compañía —dijo—. Toma mi arma,<br />
dijo al del batallón. La pistola estaba pavonada de sangre.<br />
En la culata se marcaban <strong>los</strong> dedos del comisario<br />
de compañía. Este dejó caer <strong>los</strong> brazos, las mangas de<br />
la guerrera ensangrentadas, goteándole <strong>los</strong> dedos. El<br />
del batallón miró el arma, luego a <strong>los</strong> ojos de Horma, a<br />
la gorra estrujada sobre su cabeza. El sol se apagaba,<br />
rojo, detrás del Ebro.<br />
—Todos han quedado allí —dijo Horma—. Unos vivos,<br />
otros muertos. No se movieron, no dieron un paso atrás.<br />
Se puso el sol y, del otro lado, el cañón emitió un rugido<br />
cansado. Parecía un león que acababa de devorar una<br />
presa en lucha, y se echa a descansar, rugiendo victorioso.<br />
Las máquinas crepitaron aún, como costillas secas.<br />
Elo del Bon, alzó <strong>los</strong> ojos a la cota perdida.<br />
—Nos la han rebajado —dijo el de la compañía—. Ya<br />
podréis rectificar el número en la carta. Pero no se movieron<br />
—monologó—. El sargento de máquinas murió<br />
quemado. Las manos le ardían, colgadas. Estaba de bruces,<br />
muerto, sobre la máquina.<br />
Se sentó en el suelo, con <strong>los</strong> pies como en un embudo.<br />
Inclinó la cabeza sobre el pecho. El del batallón se alejó<br />
unos pasos con la pistola de Horma en la mano. Recapacitó<br />
junto al de la compañía y tiró el arma a su lado.<br />
—Ten. Aún puede servirte.<br />
Se fue el del batallón. Nubes de polvo y azufre se condensaban<br />
en las cañadas, ciñendo las cotas que se disparaban,<br />
carbonizadas, hacia el cielo. El silencio vino