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Un hombre arruinado<br />
Una ese gigantesca, un trazado rudimentario sobre el<br />
éxito del telón de fondo. Una plana arcaica contra la<br />
que se proyecta eternamente la sombra de un hombre.<br />
Y, de vez en vez, la cabeza vacilante rebota contra el<br />
amén de un rosario de sueños que se encienden al choque<br />
de un bocinazo. El culatazo de un recuerdo, la chispa<br />
vaga de una esperanza que sale disparada por el arcabuz<br />
entumecido de la boca, con un bostezo colonial.<br />
Don Ramón gira sobre el eje de su silla y se queda de<br />
frente. Abre <strong>los</strong> párpados, aquel<strong>los</strong> medios puntos sin<br />
pestañas, siempre en acecho de alguna cosa nueva que<br />
guillotinar. Don Ramón tiene la pereza grande de <strong>los</strong><br />
dioses paganos de las decadencias, que esperan la ofrenda<br />
de una vestal en quien vengar la ofensa del tiempo.<br />
Tiene algo de Buda y algo de dragón, del aliento amarillo<br />
y del ombligo eunuco de las horas monótonas de su<br />
tienda de cuel<strong>los</strong>. Como la escala de apoyo de una navaja<br />
de Albacete, el eje de su silla tiene estallidos que<br />
marcan <strong>los</strong> grados de su revolución diurna, sucesiva. A<br />
las siete don Ramón mira a la calle, aquella calle de<br />
rancia ejecutoria que respira su ranciedad por <strong>los</strong> mechinales<br />
de <strong>los</strong> almacenes de víveres. A esa hora pasa el<br />
remendón de sacos, don Rafael; el curita Marchena, que<br />
va a decir misa; y aquel santo sin nombre que lo sigue a<br />
diario por una promesa matrimonial. Don Ramón saluda<br />
a <strong>los</strong> tres personajes con una reverente inclinación<br />
de cabeza. Luego, da vuelta. Ojea el primer estante y<br />
relee el membrete: cuel<strong>los</strong> GORITZA, Austria. Cuel<strong>los</strong> indomables,<br />
de la anteguerra, rígidos. Cuel<strong>los</strong> kaiserianos.<br />
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