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El flautista<br />
El hermano mayor era alto, y sus piernas cimbreaban<br />
como juncos cada vez que se levantaba del cajón. Había<br />
hecho un asiento de tablas traídas de la bodega, formando<br />
una especie de pedestal hueco, de madera seca,<br />
adonde iba el sonido de su flauta a llorar su queja como<br />
a una gran caja de resonancia. Las notas eran siempre<br />
tristes y tenían el temeroso sonido de un animal alado<br />
dentro de la caja de un tambor. Las alas agitaban un<br />
dolor oscuro allá adentro, como si sostuvieran un cuerpo<br />
sobre el abismo, y el animal que había en la flauta<br />
emitía al mismo tiempo unos piídos angustiosos. Luego,<br />
las alas parecían ya desplumadas y lo que se agitaba<br />
era membrana pura, hueso puro, contra el cuero<br />
tenso de un bongó de penas.<br />
El hermano mayor era negro, pero el hermano menor<br />
había adelantado algo. Con todo, el hermano mayor era<br />
el más querido. Tenía veinticinco años, y desde que perdiera<br />
su empleo en la fábrica de tabacos, se pasaba el<br />
tiempo ante el atril, tratando de canalizar el lloro de su<br />
flauta por las líneas del papel. Lo que hacía, sin embargo,<br />
no era sino cantar la música que el hombre llevaba<br />
allá adentro, que pasando por la alfombra de su labio,<br />
como un galán que fuera recibido por primera vez en la<br />
casa de la dama, iba a enumerar la flauta. Era un hechizamiento<br />
brujo, de caza desnuda, en la selva de <strong>los</strong><br />
sentimientos. El hermano mayor no lo sabía, pero en<br />
todo aquello había algo de abrazo ante el abismo de la<br />
muerte. El blanco de sus ojos era cada día más blanco,<br />
y la sábana blanca que iba envolviendo su vida interior<br />
se traslucía al través de su piel. Si la vida pudiera continuar<br />
después de la muerte, llegaría un día en que su<br />
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