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Angusola y los cuchillos

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fui aplacando. Me incorporé, me senté en la orilla, y lo<br />

vi allá lejos, y él me miró. Me puse de pie y fui hacia él.<br />

No era yo misma. O bien, quizás hubiera vuelto a ser yo<br />

misma.<br />

—Perdone —le dije—. Soy una tonta. Pero estuve<br />

aguantando este llanto tanto tiempo que...<br />

—¡Lo comprendo, señora, lo comprendo! —dijo Felipe—.<br />

Usted sabe que Mario y yo somos buenos amigos.<br />

A él le afectan mucho las cosas. Siempre fue así, desde<br />

niño... Y su salud no era buena, de un tiempo a esta<br />

parte. —Cambió de tono—. ¿Pero para qué hablar de<br />

eso? Los aires del Norte le sentarán. Estoy seguro.<br />

Sentí cólera. Me paré, me encaré con él. Le hablé duramente:<br />

—¡No! Durante muchos años él y yo nos hemos estado<br />

engañando. Engaño piadoso. Pero eso se acabó. Lo<br />

sé todo. Ahora... ¿por qué seguir callando? Usted sabe<br />

que Mario no va al Norte. Que no tiene ningún empleo<br />

en el Norte.<br />

Pareció confundido. Pareció sincero. Sin duda lo era.<br />

—Perdone, señora, pero le aseguro que no sé...<br />

Yo sentí mi voz todavía más dura:<br />

—Pues si no lo sabía, sépalo. No. Esa es otra mentira...<br />

piadosa. Nadie me lo ha dicho, pero no necesito<br />

que me lo digan. Mario está enfermo, muy enfermo. Yo<br />

hablé con el médico. Él se fue sin saber esto. Sin saber<br />

otras cosas. Mejor así. Las últimas mentiras. Pero ahora,<br />

se acabaron.<br />

Los dos callamos. Felipe dijo luego:<br />

—Créame que no entiendo bien. Yo creía que Mario<br />

se iba realmente al Norte. Pero si no ha ido allá, dónde...<br />

—No lo sé —le dije—. Quizás no lo sepamos nunca.<br />

Mario no toma decisiones menores. Y yo hablé con su<br />

médico...<br />

Otra vez sentí subir la ola cálida, pero esta vez no<br />

había lágrimas. Me llevé <strong>los</strong> puños a las sienes, me las<br />

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