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Ojos de oro<br />
Dondequiera que se sentara, en la escuela, el sol, entrando<br />
por las grietas, le daba en <strong>los</strong> ojos. Estos eran<br />
amaril<strong>los</strong> y, al sol, despedían reflejos de oro. En la escuela,<br />
pues, era Ojos de oro. Fuera, por el reparto y el<br />
caserío, algunos le llamaban Chi-Chi. En su casa era<br />
Yayito. Pero cuando bajaba, con otros muchachos, al<br />
río después de la clase, <strong>los</strong> otros, más guapos y mejores<br />
nadadores, le llamaban Ojanco. Así tenía varios nombres<br />
y, quizás, varias personalidades.<br />
En la escuela progresó despacio, pero al fin, a <strong>los</strong> doce<br />
años, llegó al octavo. Para entonces, estaba escrito que<br />
podría cerrar <strong>los</strong> textos y hacer algo. ¿Qué? No estaba<br />
todavía decidido. Pero eso le ocurría a casi cuantos asistían<br />
al “Cucurucho” de la lomita, sobre el río, hacia La<br />
Habana. Otros, sin embargo, tenían condiciones. Unos<br />
eran buenos nadadores; atravesaban el río, nadaban<br />
contra la corriente hasta el cayito o a favor de ella hasta<br />
las lanchas y cruceros de la embocadura. Otros ayudaban<br />
a sus padres. Estos eran poceros, carpinteros,<br />
vianderos, galleros... hasta enterradores. Pero él no ayudaba<br />
a su Viejo a cultivar flores ni a su Vieja a hacer<br />
ramos y coronas para muertos pobres en el tinglado.<br />
Entre otras razones porque Yayito tenía un extraño respeto<br />
por <strong>los</strong> muertos. Después de la clase, algunos atravesaban<br />
también el parche de aromos, llegaban hasta<br />
el muro del cementerio, jugaban a correr sobre él y no<br />
pocas veces caían dentro, sobre las tumbas. Pero él prefería<br />
bajar al río con <strong>los</strong> bravos, quitarse la ropa, zambullirse,<br />
bucear un par de metros con gran esfuerzo y<br />
luego... exponerse a las burlas.