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Angusola y los cuchillos

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vagamente. Por fin, al cabo de una buena caminata,<br />

dimos con la parte del arroyo que me era conocida. La<br />

noche había cerrado y, como aquella del suceso, el campo<br />

comenzaba a cubrirse de luna. En <strong>los</strong> barracones cercanos<br />

no había ritos, pero al través de un raso se veían<br />

las fogatas. Reconocí perfectamente el lugar por donde<br />

habría cruzado, y amarrando <strong>los</strong> cabal<strong>los</strong> a una cerca,<br />

buscamos a lo largo de la corriente. No tuvimos que afanarnos<br />

mucho. La luna daba luz bastante para guiar<br />

nuestros pasos. Entonces apareció a nuestra vista lo más<br />

sorprendente de todo, aquello que ha causado una impresión<br />

más onda en mi vida. No de temor como la otra<br />

noche, sino de una cosa para lo cual no hay palabra en<br />

ningún idioma. Una impresión igual a la que sentiría un<br />

ejecutado que volviera a la vida al ver el aparato en que<br />

había entregado la otra. El Hombre estaba allí, a la margen<br />

del arroyo. Su cuerpo, caído, derribado sobre sí mismo,<br />

era ya una masa informe. La cabeza le colgaba sobre<br />

el agua, como si su último deseo fuera mirarse en aquel<br />

espejo. Sólo las manos —¡aquellas manos!—, se estiraban<br />

hacia la tierra, enroscándose como serpientes a lo<br />

que pudo ser mi garganta —a aquello que fue el último<br />

asidero de su instinto—: el tallo de un bejuco.<br />

Social. La Habana, volumen 16, número 12; 30 de diciembre, 1931.<br />

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