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100<br />

constituirían en un sínodo que condenaría a Teófilo y los suyos, al tiempo que el pueblo se sublevaría y sacudiría los<br />

cimientos mismos <strong>del</strong> Imperio. Con una sola palabra <strong>del</strong> elocuente obispo, toda la conspiración caería por tierra. Arcadio<br />

y Eudoxia lo sabían, y se preparaban para la lucha. Crisós<strong>tomo</strong> también lo sabía. Pero amaba demasiado la paz, y por<br />

ello se preparaba para el exilio. A los tres días de recibir la orden imperial, se despidió de los suyos se entregó a las autoridades.<br />

El pueblo, empero, no estaba dispuesto a rendirse tan fácilmente. Las calles bullían de gentes prontas a amotinarse.<br />

Los soldados y la pareja imperial no se atrevían a aparecer en público. Esa noche, como una señal de la ira divina, la<br />

tierra tembló. Pocos días después, ante las súplicas asustadas de Eudoxia, Crisós<strong>tomo</strong> regresó a la ciudad y a su púlpito,<br />

en medio de las aclamaciones <strong>del</strong> pueblo.<br />

Aunque el obispo había regresado, las razones <strong>del</strong> conflicto no estaban resueltas. Tras varios meses de intrigas,<br />

confrontaciones y vejaciones, Crisós<strong>tomo</strong> recibió una nueva orden de exilio. Y otra vez, aun contra el consejo de muchos<br />

de sus seguidores, se entregó a los soldados tranquila y secretamente, a fin de evitar un disturbio cuyas consecuencias<br />

el pueblo sufriría.<br />

Pero el disturbio era inevitable. En la catedral de Santa Sofía y sus alrededores el pueblo se reunió, y mientras la<br />

multitud forcejeaba con el ejército estalló un incendio que consumió la catedral y varios edificios vecinos. Tras el disturbio<br />

vinieron la investigación y la venganza. La causa <strong>del</strong> incendio nunca se supo, pero muchos fueron torturados, y los más<br />

conocidos amigos <strong>del</strong> depuesto obispo fueron enviados al exilio.<br />

Mientras tanto, el predicador <strong>del</strong> habla de oro marchaba al exilio en la remota aldea de Cucuso. Puesto que carecía<br />

de púlpito, tomó la pluma, y el mundo se conmovió. El obispo de Roma, Inocencio, abrazó su causa, y muchos siguieron<br />

su ejemplo. Sólo los tímidos y los aduladores —además de Teófilo de Alejandría—justificaban las acciones <strong>del</strong> emperador.<br />

La controversia hervía por todas partes. La pequeña aldea de Cucuso parecía haberse vuelto el centro <strong>del</strong> mundo.<br />

A la postre los enemigos de Crisós<strong>tomo</strong> decidieron que aun la remota aldea de Cucuso estaba demasiado cerca, y<br />

ordenaron que el depuesto obispo fuese llevado aun más lejos, a un frío e ignoto rincón en las costas <strong>del</strong> Mar Negro. Los<br />

soldados que debían acompañarle en su viaje recibieron indicaciones de que no era necesario preocuparse demasiado<br />

por la salud de su prisionero, y que si éste no llegaba a su destino, tal cosa no sería muy lamentable. La salud de Crisós<strong>tomo</strong><br />

flaqueaba, y cuando creyó que le había llegado el momento de morir pidió que le llevasen a una pequeña iglesia en<br />

el camino, tomó la comunión, se despidió de los que lo rodeaban, y terminó su vida con su más breve y elocuente sermón:<br />

“En todas las cosas, gloria a Dios. Amén”. Las vidas de Crisós<strong>tomo</strong> y Ambrosio, comparadas, nos sirven de indicio<br />

de los distintos rumbos que a la larga tomarían las iglesias de Oriente y de Occidente. Ambrosio se enfrentó al más poderoso<br />

emperador de su época, y resultó vencedor.[Vol. 1, Page 214]<br />

Crisós<strong>tomo</strong>, por su parte, fue destituido y enviado al exilio por el débil Arcadio. A partir <strong>del</strong> siglo próximo, la iglesia de<br />

Occidente —es decir, la de habla latina— se haría cada vez más poderosa, en medio de los desastres que destruyeron<br />

el poder <strong>del</strong> Imperio. En el Oriente, por el contrario, el Imperio perduraría mil años más. Unas veces fuerte y otras débil,<br />

este vástago oriental <strong>del</strong> viejo Imperio Romano —el llamado Imperio Bizantino— guardaría celosamente sus prerrogativas<br />

sobre la iglesia. Teodosio no fue el último emperador de Occidente que tuvo que humillarse ante un obispo de habla<br />

latina. Y Juan Crisós<strong>tomo</strong> —el <strong>del</strong> habla de oro— no fue el último obispo de habla griega enviado al exilio por un emperador<br />

de Oriente.<br />

[Vol. 1, Page 215] Jerónimo 23<br />

Quizá me culpes en secreto por atacar a alguien a espaldas suyas. Francamente<br />

confieso que me dejo llevar de la indignación. No puedo escuchar pacientemente<br />

tales sacrilegios.<br />

Jerónimo<br />

De todos los gigantes <strong>del</strong> siglo cuarto, ninguno es tan interesante como Jerónimo. Y es interesante, no por su santidad,<br />

como Antonio el ermitaño, no por su intuición religiosa, como Atanasio, no por su firmeza ante la injusticia, como Ambrosio,<br />

no por su devoción pastoral, como Crisós<strong>tomo</strong>, sino por su lucha gigantesca e interminable con el mundo y consigo<br />

mismo. Aunque se le conoce por “San Jerónimo”, no fue de los santos a quienes les es dado gozar en esta vida de la<br />

paz de Dios. Su santidad no fue humilde, apacible y dulce, sino orgullosa, borrascosa y amarga. Jerónimo deseó siempre<br />

ser más que humano, y por tanto no tenía paciencia para quienes le parecían indolentes, ni para quienes de algún modo<br />

se atrevían a criticarle. Entre las muchas personas que fueron objeto de sus ataques hirientes se contaban, no sólo los<br />

herejes, los ignorantes y los hipócritas, sino también Juan Crisós<strong>tomo</strong>, Ambrosio de Milán, Basilio de Cesarea y Agustín

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