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justo-l-gonzalez-historia-del-cristianismo-tomo-1

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99<br />

El nuevo obispo de Constantinopla no estaba enterado de todo esto. Por lo que sabemos de su carácter, es muy<br />

probable que aun estando enterado hubiera procedido como lo hizo. El antiguo monje seguía siéndolo, y no podía tolerar<br />

el modo en que los habitantes ricos de Constantinopla pretendían compaginar el evangelio con sus propios lujos y comodidades.<br />

Su primer objetivo fue reformar la vida <strong>del</strong> clero. Algunos sacerdotes que decían ser célibes tenían en sus casas mujeres<br />

a las que llamaban hermanas espirituales, y esto era ocasión de escándalo para muchos. Otros clérigos se habían<br />

hecho ricos, y vivían tan lujosamente como los potentados de la gran ciudad. Las finanzas de la iglesia estaban completamente<br />

desorganizadas, y la tarea pastoral no era atendida. Pronto Juan se enfrentó a todos estos problemas, prohibiendo<br />

que las “hermanas espirituales” vivieran con los sacerdotes, y exigiendo que éstos llevaran una vida austera. Las<br />

finanzas fueron colocadas bajo un sistema de escrutinio detallado. Los objetos de lujo que había en el palacio <strong>del</strong> obispo<br />

fueron vendidos para dar de comer a los pobres. Y el clero recibió órdenes de abrir las iglesias por las tardes, de modo<br />

que las gentes que trabajaban pudieran asistir a ellas. De más está decir que todo esto, aunque le ganó el respeto de<br />

muchos, también le granjeó el odio de otros.<br />

Empero la reforma no podía limitarse al clero. Era necesario que los laicos también llevasen vidas más acordes al<br />

mandato evangélico. Y por tanto el orador <strong>del</strong> habla dorada tronaba desde el púlpito: Ese freno de oro en la boca de tu<br />

caballo, ese aro de oro en el brazo de tu esclavo, esos adornos dorados de tus zapatos, son señal de que estás robando<br />

al huérfano y matando de hambre a la viuda. Después [Vol. 1, Page 212] que hayas muerto, quien pase ante tu gran<br />

casa dirá: “¿Con cuántas lágrimas construyó ese palacio? ¿Cuántos huérfanos se vieron desnudos, cuántas viudas injuriadas,<br />

cuántos obreros recibieron salarios in<strong>justo</strong>s?” Y así, ni siquiera la muerte te librará de tus acusadores.<br />

Era el monje <strong>del</strong> desierto que clamaba en la ciudad. Era la voz <strong>del</strong> <strong>cristianismo</strong> antiguo que no se doblegaba ante las<br />

tentaciones <strong>del</strong> <strong>cristianismo</strong> imperial. Era un gigante cuya voz hacía temblar los cimientos mismos de la sociedad —no<br />

porque su habla fuese de oro, sino porque su palabra era de lo alto.<br />

La vuelta al desierto<br />

Los poderosos no podían tolerar aquella voz que desde el púlpito de la iglesia de Santa Sofía—la más grande de toda<br />

la cristiandad—les llamaba a una obediencia absoluta al evangelio en que decían creer. Eutropio, quien le había<br />

hecho nombrar obispo, esperaba favores y concesiones especiales. Pero para Juan, en cambio, Eutropio no era sino un<br />

creyente más, y era necesario predicarle el evangelio con todas sus demandas. El resultado era que Eutropio se arrepentía,<br />

no de sus pecados, sino de haber hecho traer a Juan desde Antioquía.<br />

Por fin el conflicto estalló a causa <strong>del</strong> derecho de asilo. Algunos fugitivos de la tiranía de Eutropio se refugiaron en la<br />

iglesia de Santa Sofía. El chambelán sencillamente envió a sus soldados a buscarles. Pero el obispo se mostró inflexible,<br />

y les prohibió a los soldados entrar al santuario. Eutropio protestó ante el emperador, pero Crisós<strong>tomo</strong> acudió a su púlpito,<br />

y por primera vez Arcadio se negó a acceder a las demandas de su favorito. El ocaso de Eutropio comenzaba, y era<br />

el humilde pero austero monje quien lo había ocasionado.<br />

Poco después una serie de circunstancias políticas provocó la caída definitiva de Eutropio. Esto era lo que el pueblo<br />

esperaba. Pronto las multitudes se lanzaron a la calle pidiendo venganza contra quien los había oprimido y explotado.<br />

Eutropio no tuvo otra alternativa que correr a Santa Sofía y abrazarse al altar. Cuando el pueblo llegó en su búsqueda,<br />

Crisós<strong>tomo</strong> salió a su encuentro, e invocó el mismo derecho de asilo que antes había invocado contra Eutropio. Frente al<br />

pueblo, frente al ejército, y por último frente al emperador, Crisós<strong>tomo</strong> defendió la vida de Eutropio, quien continuó refugiado<br />

en Santa Sofía hasta que trató de escapar y sus enemigos lo capturaron y dieron muerte.<br />

Empero había otros enemigos que Crisós<strong>tomo</strong> se había granjeado entre los poderosos. Eudoxia, la esposa <strong>del</strong> emperador,<br />

resentía el poder creciente <strong>del</strong> obispo. Además, lo que se decía desde el púlpito de Santa Sofía no le venía bien<br />

a la emperatriz —o le venía demasiado bien—. Cuando Crisós<strong>tomo</strong> describía la pompa y necedad de los poderosos,<br />

Eudoxia sentía que los ojos <strong>del</strong> pueblo se clavaban en ella. Era necesario hacer callar aquella voz <strong>del</strong> desierto que clamaba<br />

en Santa Sofía. La emperatriz le hizo donativos especiales a la iglesia. El obispo le dio las gracias. Y siguió predicando<br />

igual que antes.<br />

Entonces la emperatriz acudió a métodos más directos. Cuando Crisós<strong>tomo</strong> tuvo que ausentarse de la ciudad para<br />

atender a ciertos asuntos eclesiásticos en Efeso, Eudoxia se alió con Teófilo de Alejandría. Al regresar de Efeso, Crisós<strong>tomo</strong><br />

se encontró acusado de una larga serie de cargos ridículos ante un pequeño grupo de obispos que Teófilo había<br />

reunido en Constantinopla. Crisós<strong>tomo</strong> no les hizo el [Vol. 1, Page 213] menor caso, y sencillamente continuó predicando<br />

y atendiendo a sus deberes pastorales. Teófilo y los suyos lo declararon culpable, y le pidieron a Arcadio que lo desterrara.<br />

A instancias de Eudoxia, el emperador accedió al pedido de los obispos, y ordenó que Juan Crisós<strong>tomo</strong> abandonara<br />

la ciudad.<br />

La situación era tensa. El pueblo estaba indignado. Los obispos y el clero de las cercanías se reunieron en Constantinopla,<br />

y le prometieron su apoyo a Crisós<strong>tomo</strong>. Todo lo que éste tenía que hacer era dar la orden, y los obispos se

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