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justo-l-gonzalez-historia-del-cristianismo-tomo-1

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cada correspondencia entre ambas partes, en la que tanto el Rey como el Papa, al tiempo que se amenazaban mutuamente<br />

en términos generales, se expresaban ambiguamente en lo concreto. Ambos sabían que tenían enemigos poderosos,<br />

y no querían llegar a una ruptura abierta y definitiva. Entretanto, la guerra proseguía, ninguno de los dos bandos<br />

lograba ventajas decisivas, y tanto Eduardo como Felipe se encontraban carentes de recursos para continuar la acción.<br />

Fue esto lo que a la postre les llevó a aceptar la mediación de Bonifacio, cuyo armisticio ambos habían violado. Aun entonces,<br />

Felipe insistió en que aceptaba la mediación de la persona privada Benedetto Gaetani, y no <strong>del</strong> Papa. Pero a<br />

pesar de ello Bonifacio logró un gran triunfo cuando ambos reyes, obligados por las circunstancias, accedieron a las<br />

condiciones de paz dictadas por él, y los oficiales <strong>del</strong> Papa quedaron en posesión provisional de los territorios que todavía<br />

estaban en disputa.[Vol. 1, Page 479]<br />

Mientras todo esto sucedía, Bonifacio tenía también la satisfacción de ver a Escocia declararse feudo suyo. Ante la<br />

invasión de los ingleses, los escoceses no tuvieron otro recurso que apelar a sus propias armas y a la protección <strong>del</strong><br />

papado. Como base para solicitar esa protección, declararon que desde tiempos antiquísimos Escocia había sido feudataria<br />

de la Santa Sede. Bonifacio respondió ordenándole a Eduardo que desistiera en su empeño de apoderarse de Escocia,<br />

pues ese país le pertenecía al papado. Aunque Eduardo no le prestó gran atención al mandato pontificio, Bonifacio<br />

vio en la actitud de los escoceses una prueba más de la alta dignidad <strong>del</strong> papado.<br />

Se acercaba entonces el año 1300, y Bonifacio proclamó un gran jubileo eclesiástico, prometiéndoles indulgencia<br />

plenaria a quienes visitaran el sepulcro de San Pedro. Roma se vio inundada de peregrinos que acudían a rendirle<br />

homenaje, no sólo a San Pedro, sino también a su sucesor, que parecía ser la figura cimera de Europa.<br />

Pero el entusiasmo <strong>del</strong> jubileo no duró largo tiempo, y pronto comenzó el ocaso <strong>del</strong> gran papa. Sus relaciones con<br />

Felipe el Hermoso se volvieron cada vez más tirantes. El rey de Francia tomó posesión de varias tierras eclesiásticas, le<br />

prestó refugio en su corte a Sciarra Colonna, el más temible miembro de esa familia enemiga <strong>del</strong> Papa, y le ofreció la<br />

mano de su propia hermana al emperador Alberto de Austria, a quien Bonifacio había declarado usurpador y regicida.<br />

Pedro Flotte, enviado como embajador francés a Roma, le pareció ofensivo al Papa. Y la misma opinión tuvo Felipe <strong>del</strong><br />

legado papal, a quien después hizo arrestar mediante una maniobra legal. Las cartas y bulas de ambos potentados se<br />

volvieron cada vez más agrias, hasta que, a principios de 1302, una bula papal fue quemada en presencia <strong>del</strong> Rey. Ese<br />

mismo año, Felipe convocó a los Estados Generales —el parlamento francés— en los que por primera vez tuvo representación,<br />

además de los dos “estados” tradicionales de la nobleza y el clero, el “tercer estado” de la burguesía. Estos<br />

Estados Generales enviaron varias comunicaciones a Roma en defensa <strong>del</strong> Rey. La respuesta de Bonifacio fue la famosa<br />

bula Unam sanctam, que hemos citado brevemente al final de la sección anterior, en la que se exponía la autoridad<br />

papal de un modo sin precedente.<br />

Bonifacio puso por obra su alta opinión de la autoridad pontificia al ordenarles a todos los prelados franceses que<br />

acudieran a Roma a principios de noviembre, para allí tratar el caso de Felipe. Este ripostó prohibiendo que cualquier<br />

obispo o abad abandonase el reino, so pena de confiscación de todos sus bienes. Además, se apresuró a hacer las paces<br />

con Eduardo. El Papa, por su parte, se olvidó de que, según él, Alberto de Austria era un rebelde regicida, y estableció<br />

alianza con él, al tiempo que les ordenaba a todos los príncipes alemanes que aceptaran el señorío de Alberto. En<br />

una nueva sesión de los Estados Generales franceses, Nogaret acusó a Bonifacio de ser falso papa, hereje, sodomita y<br />

criminal, y la asamblea le pidió a Felipe que, como guardián de la fe, convocara a un concilio universal para juzgar al<br />

papa usurpador. Para cubrir su retaguardia, y asegurarse <strong>del</strong> apoyo <strong>del</strong> clero, Felipe promulgó las “Ordenanzas de reforma”,<br />

en las que refrendaba los antiguos privilegios <strong>del</strong> clero francés.<br />

Al Papa le quedaba aún la última arma que sus predecesores habían utilizado contra los monarcas recalcitrantes, la<br />

excomunión. Reunido con sus consejeros en su ciudad natal de Anagni, redactó la bula de excomunión, que debía ser<br />

promulgada el 8 de septiembre. Pero Sciarra Colonna y Guillermo de Nogaret, advertidos [Vol. 1, Page 480] de que la<br />

confrontación llegaba a su punto culminante, se presentaron en Italia, con autorización de Felipe para obtener crédito<br />

ilimitado de los banqueros italianos. Con ese dinero, y el apoyo de los muchos enemigos que Bonifacio había hecho<br />

durante su carrera, organizaron una pequeña banda armada.<br />

El 7 de septiembre de 1303, un día antes de la proyectada excomunión de Felipe, Sciarra Colonna y Guillermo de<br />

Nogaret invadieron a Anagni, y pronto eran dueños de la persona <strong>del</strong> Papa, mientras el pueblo saqueaba su casa y las<br />

de sus parientes.<br />

El propósito de los franceses era obligar a Bonifacio a abdicar. Pero el anciano papa se mostró firme, respondiendo<br />

sencillamente que no abdicaría y que, si querían matarlo, “Aquí está mi cuello; aquí mi cabeza”. Nogaret lo abofeteó, y<br />

después lo humillaron obligándole a montar de espaldas en un caballo fogoso, y paseándolo por la ciudad.<br />

Sólo dos cardenales, Pedro de España y Nicolás Boccasini, permanecieron firmes a través <strong>del</strong> tumulto. A la postre<br />

Boccasini logró conmover al pueblo, que se sublevó, libertó al Papa y echó a los franceses y sus partidarios.

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