justo-l-gonzalez-historia-del-cristianismo-tomo-1
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los contendientes, en lugar de tratar de convencer a sus opositores o al resto de la iglesia, trataron de convencer al emperador.<br />
Pronto el debate teológico descendió al nivel de la intriga política —particularmente en el siglo V, según veremos<br />
en la próxima sección de esta <strong>historia</strong>.<br />
Todo esto comienza a verse en el caso de la controversia arriana, que comenzó como un debate local, creció hasta<br />
convertirse en una seria disensión en la que Constantino creyó deber intervenir, y poco después dio en una serie de<br />
intrigas políticas. Pero si nos percatamos <strong>del</strong> espíritu de los tiempos, lo que ha de sorprendernos no es tanto esto como<br />
el hecho de que a través de todo ello la iglesia supo hacer decisiones sabias, rechazando aquellas doctrinas que de un<br />
modo u otro ponían en peligro el mensaje cristiano.<br />
Los orígenes de la controversia arriana<br />
Las raíces de la controversia arriana se remontan a tiempos muy anteriores a Constantino, pues se encuentran en el<br />
modo en que, a través de la obra de Justino, Clemente de Alejandría, Orígenes y otros, la iglesia entendía la naturaleza<br />
de Dios. Según dijimos en nuestra Primera Sección, cuando los cristianos de los primeros siglos se lanzaron por el mundo<br />
a proclamar el evangelio, se les acusaba de ateos e ignorantes. En efecto, ellos no tenían dioses que se pudieran ver<br />
o palpar, como los tenían los paganos. En respuesta a tales acusaciones, algunos cristianos apelaron a aquellas personas<br />
a quienes la antigüedad consideraba sabios por excelencia, es decir, a los filósofos. Los mejores de entre los filósofos<br />
paganos habían dicho que por encima de todo el universo se encuentra un ser supremo, y algunos habían llegado<br />
hasta a decir que los dioses paganos eran hechura humana. Apelando a tales sabios, los cristianos empezaron a decir<br />
que ellos también, al igual que los filósofos de antaño, creían en un solo ser supremo, y que ese ser era Dios. Este argumento<br />
era fuertemente convincente, y no cabe duda de que contribuyó a la aceptación <strong>del</strong> <strong>cristianismo</strong> por parte de<br />
muchos intelectuales.<br />
Pero ese argumento encerraba un peligro. Era muy posible que los cristianos, en su afán por mostrar la compatibilidad<br />
entre su fe y la filosofía, llegaran a convencerse a sí mismos de que el mejor modo de concebir a Dios era, no como<br />
lo habían [Vol. 1, Page 171] hecho los profetas y otros autores escriturarios, sino más bien como Platón, Plotino y otros.<br />
Puesto que estos filósofos concebían la perfección como algo inmutable, impasible y estático, muchos cristianos llegaron<br />
a la conclusión de que tal era el Dios de que hablaban las Escrituras. Naturalmente, para esto era necesario resolver el<br />
conflicto entre esa idea de Dios y la que aparece en las Escrituras, donde Dios es activo, donde Dios se duele con los<br />
que sufren, y donde Dios interviene en la <strong>historia</strong>.<br />
Este conflicto entre las Escrituras y la filosofía en lo que se refiere a la doctrina de Dios se resolvió de dos modos.<br />
Uno de ellos fue la interpretación alegórica de las Escrituras. Según esa interpretación, dondequiera que las Escrituras<br />
se referían a algo “indigno” de Dios —es decir, a algo que se oponía al modo en que los filósofos concebían al ser<br />
supremo— esto no debía interpretarse literalmente, sino alegóricamente. Así, por ejemplo, si las Escrituras se refieren a<br />
Dios hablando, esto no ha de entenderse literalmente, puesto que un ser inmutable no habla.<br />
Intelectualmente, esto satisfizo a muchos. Pero emocionalmente esto dejaba mucho que desear, pues la vida de la<br />
iglesia se basaba en la idea de que era posible tener una relación íntima con un Dios personal, y el ser supremo inmutable,<br />
impasible, estático y lejano de los filósofos no era en modo alguno personal.<br />
Esto dio origen al segundo modo de resolver el conflicto entre la idea de Dios de los filósofos y el testimonio de las<br />
Escrituras. Este segundo modo era la doctrina <strong>del</strong> Logos o Verbo, según la desarrollaron Justino, Clemente, Orígenes y<br />
otros. Según esta doctrina, aunque es cierto que Dios mismo —el “Padre”— es inmutable, impasible, etc., Dios tiene un<br />
Verbo, Palabra, Logos o Razón que sí es personal, y que se relaciona directamente con el mundo y con los seres humanos.<br />
Por esta razón, Justino dice que cuando Dios le habló a Moisés, quien habló no fue el Padre, sino el Verbo.<br />
Debido a la influencia de Orígenes y de sus discípulos, este modo de ver las cosas se había difundido por toda la<br />
iglesia oriental —es decir, la iglesia que hablaba griego en lugar de latín—. Este fue el contexto dentro <strong>del</strong> cual se desarrolló<br />
la controversia arriana, y a la larga el resultado de esa controversia fue mostrar el error de ver las cosas de esta<br />
manera. El lector encontrará una representación gráfica <strong>del</strong> punto de partida de la mayoría de los teólogos orientales en<br />
el esquema número 1, de la página siguiente.<br />
La controversia surgió en la ciudad de Alejandría, cuando Licinio gobernaba todavía en el este y Constantino en el<br />
oeste. Todo comenzó en una serie de desacuerdos teológicos entre Alejandro, obispo de Alejandría, y Arrio, uno de los<br />
presbíteros más prestigiosos y populares de la ciudad.<br />
Aunque los puntos que se debatían eran diversos y sutiles, toda la controversia puede resumirse a la cuestión de si<br />
el Verbo era coeterno con el Padre o no. La frase principal que se debatía era si, como decía Arrio, “hubo cuando el Verbo<br />
no existía”. Alejandro sostenía que el Verbo había existido siempre junto al Padre. Arrio arguía lo contrario.<br />
Aunque esto pueda parecernos pueril, lo que estaba en juego era la divinidad <strong>del</strong> Verbo. Arrio decía que el Verbo no<br />
era Dios, sino que era la primera de todas las criaturas. Nótese que lo que Arrio decía no era que el Verbo no hubiera<br />
preexistido antes <strong>del</strong> nacimiento de Jesús. En esa preexistencia todos estaban de acuerdo. Lo que Arrio decía era que el