justo-l-gonzalez-historia-del-cristianismo-tomo-1
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obediencia al Emperador. En su propia corte corrió el rumor de que quienes se contaminaran con su trato harían peligrar<br />
sus almas. El Papa convocó a una dieta <strong>del</strong> Imperio, que debería reunirse en febrero <strong>del</strong> próximo año, para juzgar al<br />
Rey, deponerlo y elegir su sucesor.<br />
En tales circunstancias, no le quedaba a Enrique otro recurso que apelar a la misericordia <strong>del</strong> Papa. Para ello, tenía<br />
que entrevistarse con Gregorio, y lograr su absolución, antes que la dieta se reuniera en Augsburgo. Por tanto, reunió en<br />
derredor suyo a los pocos fieles servidores que le quedaban, y emprendió el camino hacia Italia. Pero sus enemigos le<br />
cerraban el paso por la ruta más directa, y tuvo que desviarse a través de Borgoña. Cuando por fin llegó a los Alpes, la<br />
nieve era tanta que era casi imposible atravesar la cordillera. Por fin, con la ayuda de los naturales <strong>del</strong> lugar, y tras mil<br />
peripecias, logró cruzar los Alpes y entrar en Italia. Allí le esperaba una sorpresa. Los nobles y muchos de los clérigos<br />
<strong>del</strong> norte de la [Vol. 1, Page 370] Península sentían gran odio hacia Hildebrando y sus rigores excesivos, y por tanto<br />
fueron muchos los que, al saber que Enrique IV estaba en el país, acudieron a él. Pronto el Emperador marchaba al frente<br />
de un ejército imponente, compuesto por gentes que creían que había venido a Italia a deponer al Papa.<br />
Gregorio, por su parte, no sabía cuáles eran las verdaderas intenciones de Enrique. Temiendo un ataque militar, decidió<br />
detener su marcha hacia Alemania, donde se había propuesto presidir la dieta <strong>del</strong> Imperio, y fijó su residencia en<br />
Canosa, cuyas fortificaciones lo protegerían si el Emperador venía en son de guerra.<br />
Pero Enrique no estaba dispuesto a jugarse el trono de Alemania continuando su política de oposición al Papa. Su<br />
propósito era someterse al Pontífice. Pero hacerlo, no ante la dieta <strong>del</strong> Imperio, en presencia de sus súbditos, sino en la<br />
relativa intimidad de la corte papal. Repetidamente le pidió al Papa que lo recibiera; pero éste rechazó todas sus peticiones.<br />
Varias de las personas más allegadas a Gregorio intercedieron a favor <strong>del</strong> soberano excomulgado.[Vol. 1, Page<br />
371]<br />
Por fin se le permitió entrar en Canosa. Pero las puertas <strong>del</strong> castillo permanecieron cerradas, y Enrique se vio obligado<br />
a pedir entrada durante tres días, vestido de penitente a la intemperie, en medio de la nieve profunda que todo lo<br />
cubría.<br />
Al parecer, Gregorio temía que el arrepentimiento de su enemigo no era sincero, y por tanto hubiera preferido proseguir<br />
con sus planes de deponerlo y nombrar su sucesor. Pero, ¿cómo podía quien se llamaba el principal de los seguidores<br />
de Cristo negarle el perdón a quien de tal modo lo pedía? A la postre, las puertas se abrieron, y el Emperador, descalzo<br />
y vestido de penitente, fue conducido hasta el Papa, quien exigió de él una larga lista de condiciones, y completó<br />
su humillación negándose a aceptar su juramento sin la garantía de otros nobles y prelados que se comprometieron a<br />
obligar al Rey a cumplir lo prometido.<br />
Al salir de Canosa, Enrique era un hombre derrotado. Los italianos que se habían unido a su causa, al ver que se<br />
había humillado ante Gregorio, le dieron amplias muestras de su desprecio. Acompañado de su pequeña corte, el Rey se<br />
refugió en la ciudad de Reggio. Allí se le unieron los muchos prelados que, tras humillarse ante Gregorio, habían obtenido<br />
su absolución.<br />
Empero Enrique había logrado una gran ventaja. La sentencia de absolución había sido revocada. Mientras no le diese<br />
al Papa otra excusa, éste no podía excomunicarlo de nuevo, ni insistir en su deposición. En el entretanto, los príncipes<br />
y obispos que en Alemania se habían sublevado contra su autoridad se veían obligados a seguir el rumbo que se<br />
habían trazado, y eligieron un nuevo emperador. Pero tras la entrevista de Canosa habían perdido el principal argumento<br />
que justificaba su rebelión. Enrique no era ya un hombre excomulgado, a quien era pecado obedecer. A pesar de su<br />
humillación y quebrantamiento, era todavía el legítimo soberano <strong>del</strong> país.<br />
Gregorio dejó que los acontecimientos corrieran su curso. Los sublevados se reunieron y eligieron su propio emperador,<br />
de nombre Rodolfo. Los legados papales, presentes en la elección, trataron de lavarse las manos. Mas su propia<br />
presencia daba a entender que de algún modo el Papa aprobaba lo que se estaba haciendo.<br />
La ambigua postura papal llevó a la guerra civil. Enrique regresó a Alemania, donde pronto contó con un fuerte ejército.<br />
Numerosas ciudades se negaron a abrirle sus puertas a Rodolfo. Las tropas <strong>del</strong> legítimo emperador ganaban batalla<br />
tras batalla.<br />
La prudencia debió haberle dictado otros consejos a Gregorio.<br />
Pero estaba tan convencido de la justicia de su causa, o <strong>del</strong> poder de la excomunión, que una vez más decidió intervenir<br />
y excomulgó a Enrique, y hasta se atrevió a profetizar que en breve el Emperador sería muerto o depuesto. Pero<br />
esta vez los resultados no fueron los mismos. La sentencia de excomunión fue recibida con desprecio por los seguidores<br />
<strong>del</strong> Emperador. La guerra siguió su curso, mientras los prelados de Alemania, y después los de Lombardía, se reunían<br />
para declarar depuesto a Gregorio y elegir su presunto sucesor, quien tomó el nombre de Clemente III. En el campo de<br />
batalla, las tropas de Enaque sufrieron un serio revés junto al río Elster. Pero en esa misma batalla perdió la vida el pretendiente<br />
Rodolfo. El partido rebelde quedó sin jefe, y la profecía papal fue desmentida, pues quien murió no fue Enrique,<br />
sino su rival.