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filósofos siempre han sabido que los sentidos no bastan para darnos a conocer las realidades últimas. ¿Será posible<br />

entonces encontrar otro modo de demostrar la existencia de Dios, un modo que no dependa de los datos de los sentidos,<br />

sino únicamente de la razón?[Vol. 1, Page 424]<br />

El razonamiento que Anselmo emplea es lo que después se ha llamado “el argumento ontológico para probar la existencia<br />

de Dios”. En pocas palabras, lo que Anselmo dice es que al preguntarnos si Dios existe la respuesta está implícita<br />

en la pregunta. Preguntarse si Dios existe equivale a preguntarse si el Ser Supremo existe. Pero la misma idea de “Ser<br />

Supremo”, que incluye todas las perfecciones, incluye también la existencia. De otro modo, tal “Ser Supremo” sería inferior<br />

a cualquier ser que exista. Un Ser Supremo inexistente sería una contradicción semejante a la de un triángulo de<br />

cuatro lados. Por definición, la idea de “triángulo” incluye tres lados. De igual modo, la idea de “Ser Supremo” incluye la<br />

existencia. Es por esto que quien niega la existencia de Dios es un necio, como bien dice el salmista.<br />

Este “argumento ontológico” ha sido discutido, reinterpretado, refutado y defendido por los filósofos y teólogos a través<br />

de los siglos. Pero no es éste el lugar para seguir el curso de ese debate. Baste señalar que el argumento mismo es<br />

un ejemplo claro <strong>del</strong> método teológico de Anselmo, que no consiste en esperar a demostrar una doctrina para creerla,<br />

sino que parte de la doctrina misma, y de su fe en ella, para mostrar su racionalidad.<br />

En Por qué Dios se hizo hombre, Anselmo se plantea la cuestión <strong>del</strong> propósito de la encarnación. Su respuesta se<br />

ha generalizado de tal modo que, con ligeras variantes, ha llegado a ser la opinión de la mayoría de los cristianos occidentales,<br />

aun en el siglo XX. Su argumento se basa en el principio legal de la época, según el cual “la importancia de<br />

una ofensa depende <strong>del</strong> ofendido, y la de un honor depende de quien lo hace”. Si, por ejemplo, alguien ofende al rey, la<br />

importancia de esa acción se mide, no a base de quién la cometió, sino a base de la dignidad <strong>del</strong> ofendido. Pero si alguien<br />

desea honrar a otra persona, la importancia de esa acción se medirá, no a base <strong>del</strong> rango de quien recibe la honra,<br />

sino a base <strong>del</strong> rango de quien la ofrece.<br />

Si entonces aplicamos este principio a las relaciones entre Dios y los seres humanos, llegamos a la conclusión, primero,<br />

que el pecado humano es infinito, pues fue cometido contra Dios, y ha de medirse a base de la dignidad de Dios;<br />

segundo, que cualquier pago o satisfacción que el ser humano pueda ofrecerle a Dios ha de ser limitado, pues su importancia<br />

se medirá a base de nuestra dignidad, que es infinitamente inferior a la de Dios. Además, lo cierto es que no tenemos<br />

medio alguno para pagarle a Dios lo que le debemos, pues cualquier bien que podamos hacer no es más que<br />

nuestro deber, y por tanto la deuda pasada nunca será cancelada.<br />

En consecuencia, para remediar nuestra situación hace falta ofrecerle a Dios un pago infinito. Pero al mismo tiempo<br />

ese pago ha de ser hecho por un ser humano, puesto que fuimos nosotros los que pecamos. Luego, ha de haber un ser<br />

humano infinito, que equivale a decir divino. Y es por esto que Dios se hizo hombre en Jesucristo, quien ofreció en nombre<br />

de la humanidad una satisfacción infinita por nuestro pecado.<br />

Este modo de ver la obra de Cristo, aunque se ha generalizado en siglos posteriores, no era el único ni el más común<br />

en la iglesia antigua. En la antigüedad, se veía a Cristo ante todo como el vencedor <strong>del</strong> demonio y sus poderes. Su<br />

obra consistía ante todo en libertar a la humanidad <strong>del</strong> yugo de esclavitud a que estaba sometida. Y por ello el culto de la<br />

iglesia antigua se centraba en la Resurrección. Pero en la Edad Media, particularmente en la “era de las tinieblas”, el<br />

énfasis fue [Vol. 1, Page 425] variando, y se llegó a pensar de Jesús ante todo como el pago por los pecados humanos.<br />

Su tarea consistía en aplacar la honra de un Dios ofendido. En el culto, el acento recayó sobre la Crucifixión más bien<br />

que sobre la Resurrección. Y Jesucristo, más bien que conquistador <strong>del</strong> demonio, se volvió víctima de Dios. En Por qué<br />

Dios se hizo hombre, Anselmo formuló de modo claro y preciso lo que se había vuelto la fe común de su época.<br />

En cierto sentido, Anselmo fue uno de los fundadores <strong>del</strong> “escolasticismo”. Este es el nombre que se le da a un período<br />

y un modo de hacer teología. Sus raíces se encuentran en Anselmo y en los teólogos <strong>del</strong> siglo XII que estudiaremos<br />

a continuación. Su punto culminante se produjo en el siglo XIII. Y continuó siendo el método característico de hacer<br />

teología a través de todo el resto de la Edad Media. Su nombre se debe a que se produjo principalmente en las escuelas.<br />

Anselmo fue monje, y casi toda su labor teológica tuvo lugar en el monasterio. En esto no difería de la teología de los<br />

siglos anteriores, que se había desarrollado, no en escuelas, sino en púlpitos y monasterios. Pero, a partir <strong>del</strong> siglo XII,<br />

los centros de labor teológica serían las escuelas catedralicias y las universidades.<br />

Por lo pronto, la gran contribución de Anselmo consistió en su uso de la razón, no como un modo de comprobar o<br />

negar la fe, sino como un modo de elucidarla. En sus mejores momentos, ése fue el ideal <strong>del</strong> escolasticismo.<br />

Pedro Abelardo<br />

Otro de los principales precursores <strong>del</strong> escolasticismo fue Pedro Abelardo, a quien sus amores con Eloísa, y lo que<br />

sobre ellos se ha dicho y escrito, han hecho famoso. Abelardo nació en Bretaña en el año 1079, y dedicó buena parte de<br />

su juventud a estudiar bajo los más ilustres maestros de su tiempo. Sus peripecias de aquellos tiempos nos las cuenta<br />

Abelardo en su Historia de las calamidades, que él mismo compuso hacia el fin de sus días. En ella, descubrimos a un<br />

joven indudablemente dotado de una inteligencia superior, pero que de tal modo se enorgullece de esa inteligencia que

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